La Razón (Cataluña)

París, Nueva York...

- Marina Castaño

HayHay ciudades que evoluciona­n a bien y otras a mal. Madrid es el ejemplo palmario de ciudad puntera, con una afluencia turística intensa atraída por su gastronomí­a, museos, teatros, centros de ocio, grandes hoteles, periferia llena de localidade­s dignas de ser visitadas, monumentos… Una gran metrópoli que tiene de todo, incluido el clima, excelente en casi todas las estaciones del año. En la vecina Francia, su capital, París, se ha convertido en una urbe que pierde unos diez mil habitantes al año por sus deseos de alejarse de la delincuenc­ia que padece –tipo la insufrible e invivible Barcelona–, y la intensa polución, las basuras ajardinand­o las calles sin olvidar a los homeless que pueblan las esquinas, y teniendo en cuenta que, según opiniones de economista­s muy solventes, se encuentra entre las ciudades más caras del mundo junto con Singapur. Nueva York padece los mismos males desde el Covid, con calles llenas de cochambre y desperdici­os sin recoger por los servicios municipale­s, mendigos en las bocas del metro, tiendas que han cerrado en la siempre transitada 5ª avenida y una oferta gastronómi­ca que se ha quedado estancada en el pasado. De los parisinos, no sé, pero sí conozco a varios neoyorkino­s que están planteándo­se una mudanza inminente, unos a otras localidade­s cerca de la Gran Manzana y otros, más radicales, a destinos como por ejemplo Londres. Los parisinos más pudientes buscan instalarse en la Costa Azul vendiendo sus propiedade­s a multimillo­narios yanquis, que suspiran por un piso en algún edificio neoclásico en alguna de las calles o avenidas más cotizadas de la capital francesa. Luego está lo de las obras, que es algo que todos soportamos con estoicismo porque sabemos que las calles deben renovarse periódicam­ente para nuestro propio bienestar y que no se pueden computar como inconvenie­nte, pero cuando un ciudadano está harto, todo es motivo de crispación, y el desencanto de parisinos y neoyorkino­s está más que justificad­o. Una pena.

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