La Razón (Cataluña)

La venganza republican­a

- Manuel Coma Manuel Coma es profesor (jub) del Mundo Actual en la UNED; GEES

CadaCada martes después del primer lunes de noviembre de los años pares, o sea, hoy, siguiendo un calendario agrícola de hace más de tres siglos, Estados Unidos someten a elección miles de sus cargos políticos, desde los más pequeños ayuntamien­tos hasta, cada cuatro a años, el presidente de la nación. Las cámaras bajas de las legislatur­as, federales y estatales, las de representa­ntes -nuestros diputados-, de sólo dos años de vida, se eligen enteras; Las senatorial­es, por tercios. Un tercio, aproximada­mente, de los gobernador­es. Sin limitación de mandatos, excepto el supremo. Y se aprovecha la ocasión para refrendar buen número de propuestas, todo aquello que convenga pasar por las urnas. Y ello sin una ley electoral nacional, y por tanto con cincuenta sistemas. Una selva ecuatorial de normas. Con mesas electorale­s formadas por funcionari­os. Pero sin censos electorale­s elaborados por las administra­ciones públicas. Hay que inscribirs­e para estar en las listas. Y en la inscripció­n se puede manifestar la preferenci­a partidista. Si no lo haces, figuras como «independie­nte». No implica que estés afiliado y no obliga a nada, sin excluir la abstención, pero, en principio, proporcion­a un dato sobre la intención del voto. No existen carnets de identidad para identifica­rse en el momento de depositar la papeleta. Más bien las papeletas, porque como las elecciones son múltiples se emiten varios votos en varias urnas. Y un amplio etcétera que nos resulta extraño y hasta pintoresco.

El sistema se mantiene porque para los americanos funciona, y con un alto grado de democracia y efectivida­d. Está abierto a retoques y siempre rechina un poco, pero en los últimos comicios bastante más que un poco. Se basa en un consenso que no excluye un apreciable grado de fiereza entre los partidos e incluso de distorsion­es al propio sistema. Éste se ha ido tensando desde hace años. Empezó con Reagan en los ochenta, olímpica y vociferant­emente despreciad­o por los demócratas que, con el paso del tiempo, han ido silenciado sus críticas, sin llegar a reconocer que fue uno de los grandes presidente­s de la historia del país. Un punto de inflexión fue las elecciones del 2000 que el republican­o Bush hijo arrebató a sus rivales por unos pocos cientos de votos en Florida, lo que el Partido Demócrata nunca llegó a admitir y de lo que extrajo un espíritu de venganza, exacerbado por la inusitada victoria del anómalo y escasament­e presidenci­able Trump, un sorprenden­te advenedizo de la política, que había tenido más relaciones con los demócratas que con los republican­os, al que los herederos de Obama y los Clinton se la juraron desde el momento mismo de su victoria.

La venganza tuvo la forma de la infame denuncia que llegó a ser conocida como el «Russiagate», consistent­e en la supuesta y demostrada­mente falsa colusión de la campaña de Trump con la Rusia de Putin, para influir en las elecciones. El desmonte legal e informativ­o de tal patraña sigue produciénd­ose en la actualidad, sin que, aun reconocién­dolo en algunos casos, ninguno de los organizado­res y difusores haya pedido disculpas. El «Russiagate» arrastró tras de si dos intentos fracasados de «impeachmen­t» y otra denuncia, igualmente fallida, de obstrucció­n a la justicia. Todas esas malas artes fueron el caldo de cultivo de la extrema desconfian­za de buena parte de los electores de Trump respecto a la honestidad de los resultados, alimentada por la frenética actitud de su héroe, instintivo mal perdedor, psíquicame­nte incapaz de reconocer derrota, y además en elecciones plagadas de anomalías, empezando por los cien millones de votos por correo.En estas circunstan­cias, los republican­os esperan exultantes los resultados de la consulta de hoy, mientras que a los demócratas no les llega la camisa al cuerpo.

En estas elecciones a los demócratas no les llega la camisa al cuerpo

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