Desayuno a la española
EsEs muy raro que yo desayune fuera de casa, considerando que casi nunca salgo de ella y menos aún a esas horas. Prefiero hacerlo con mi hijo antes de que se vaya al cole. Anteayer rompí esa rutina. Tenía que pasar por el Gregorio Marañón –pronto le quitarán el nombre. Era franquista– para que me pusieran un Holter. Doy por hecho que los lectores saben lo que es. Al salir del hospital, ya con el parche en el pecho, sentí gazuza e hice algo que tampoco suelo hacer: buscar cobijo en un bar. Con mi reticencia a frecuentar los locales de ese tipo demuestro que soy un español sui géneris, ya que mis compatriotas se pasan buena parte de sus vidas en ellos, sobre todo si son varones. Quizá lo hagan para huir de sus parejas, que últimamente, a rebufo de las ocurrencias del Ministerio de Desigualdad, los tienen fritos. Pero dejemos eso.
El bar al que aludo era, y sigue siendo, de los de antigua usanza: amplio, luminoso, bien organizado, atendido por pulcros y eficaces camareros con camisas impolutas y bien planchadas, bullicioso y repleto de viandas dulces y saladas. La bollería era multiforme y polícroma. No faltaban las inevitables tortillas de patata (no sé si con cebolla o sin ella… Eterno debate ibérico), que son, junto al jamón y las croquetas, una de las deidades politeístas de nuestro trinitarismo gastronómico. Y, por supuesto, copiosas eran también las provisiones de churros y de porras recién salidas de la freidora. Lo que se dice un despiporren, si me consienten el retruécano y la aliteración.
Llevaba yo años y años sin probar, no por gusto ni disgusto, sino por razones de salud, esas exquisiteces de origen magrebí que tanto arraigo, de norte a sur y de levante a poniente, tienen en este rabo de Europa por desollar. Andaba yo en día de excesos, así que me dije que por pedir un par de porras y otro de churros –harina refinada, aceite recalentado y aldehídos tóxicos– no iba a pasarme nada. «¡Qué diantre!», pensé. «¡Solo se muere una vez!». Y lo pedí. Aún lo estoy lamentando.