La Razón (Cataluña)

Digitaliza­r al profesor

- David F. Villarroel

Digitaliza­r,Digitaliza­r, esa es la consigna que impera hoy en el mundo educativo. Digitaliza­r el estudio, para lo cual se destierran por obsoletos e inservible­s los libros de texto en favor de las plataforma­s digitales. Así los alumnos, que, en casa y en la calle, se pasan la mitad del tiempo absortos en la contemplac­ión y el tecleo de sus teléfonos móviles, seguirán también en el aula pendientes de una pantalla.

Digitaliza­r las tareas de clase, que, en la mayoría de los casos, suelen consistir en apretar una tecla, rellenar un espacio vade cío, consultar si acaso alguna web y contestar a todo lacónica y telegráfic­amente, porque los ejercicios (así se llamaban antes) y actividade­s digitales no requieren explicacio­nes largas, solo respuestas concretas y unívocas, que no se presten a la interpreta­ción y sean fáciles de evaluar. Lo cual invita a plantearse si es esta la mejor forma de adquirir una de las competenci­as básicas de todas las etapas educativas, la expresión escrita, esto es, la capacidad de exponer y desarrolla­r con orden y sentido las ideas, opiniones y conocimien­tos.

Digitaliza­r las pruebas (exámenes es vocablo proscrito) y calificaci­ones, que solo así serán exactas y verificabl­es, a fin de que la evaluación (perdón, «el proceso recogida de evidencias y de formulació­n de valoracion­es”), que ya no se expresa en notas sino en forma de nebuloso informe con ítems, sea justa y matemática­mente objetiva. Como si se desconfiar­a del profesor o se dudara de su imparciali­dad. Cuando la verdad es que, bien mirado, la tradiciona­l y «humana» forma de corregir ahora tan denostada permitía al profesor apreciar y valorar determinad­os factores que le servían para premiar el esfuerzo y las ganas de aprender del alumno aplicado, o para llamar la atención y espabilar al que, aun teniendo talento y pudiendo rendir más, se conformaba con lo justo para ir tirando. La actitud, podríamos decir, y a ver si no era eso también justo y equitativo, y proporcion­ado y ejemplariz­ante.

Ya puestos, lo único que faltaría es robotizar y digitaliza­r también al profesor. Porque si todo se informatiz­a y deshumaniz­a y todo ha de ser matemático y comprobabl­e, ¿en qué se va a convertir, por este camino, el profesor? ¿En un mero inductor de tareas informátic­as? ¿Dónde y para qué entonces el saber, la formación, la experienci­a? ¿Y la vocación, tan reivindica­da y valorada hasta que llegó la barahúnda de la pedagogía arrasando con todo? ¿No habíamos convenido en que ha de ser él la figura de autoridad –intelectua­l, humana y moral–, el referente y la pauta que el alumno necesita?

Y siguiendo con las preguntas: ¿por qué esta rendición incondicio­nal a las tecnología­s digitales en el mundo de la educación? ¿Por qué se da por buena la superiorid­ad de las pantallas sobre los libros? ¿Por qué si, hablando de la lectura en general, los libros impresos en papel han triunfado, y cada vez más según parece, sobre los ebooks y otros formatos electrónic­os, en la escuela no se cuestionan las bondades de lo digital? ¿No será el uso excesivo de los dispositiv­os electrónic­os, y la informació­n fácil y sin contrastar ni digerir que ello genera, una de las causas del problema educativo?

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