La Razón (Cataluña)

Atila y los otros

- Javier Menéndez Flores

Bajo la luz falaz de una farola, la sonrisa es una daga árabe. Allí varado, con el stick de hockey acariciand­o el hombro y los ojos como canicas, inmunes al parpadeo, recuerda a uno de los pandillero­s de «The Warriors». Pero aquello no es Nueva York, sino un rincón de la Malasaña profunda, y ese tipo, músico entero, solo ejerce de delincuent­e profesiona­l sobre un escenario, donde estrangula a su guitarra, escupe sangre en cada verso y roba adhesiones emocionale­s.

Cuatro décadas después, Jorge «Ilegal» Martínez no es ya aquel hombre temible que salía de casa armado, pero lo fue. En el Madrid de los nacientes ochenta, ese en el que como en la viñeta de un dibujante el color empezaba a sepultar al blanco y negro sin clemencia ninguna, su fiereza e intensidad se oponían al happy flower reinante. Él era un salvaje químicamen­te puro, como los tiempos que presagiaba con voz de Belcebú, y relatan las crónicas, quién sabe si fidedignas o apócrifas, y qué más da, que por donde él pasaba había que volver a asfaltar un par de veces. Y el meco que le arreó en un bar a Ferni Presas, bajista de Gabinete Caligari, resuena aún en la memoria de quienes lo presenciar­on, verbigraci­a Jaime Urrutia. La leyenda que circula es que los separó un pacifista de nombre Santiago Auserón. A pesar de la violencia del instante, ese bodegón, intrahisto­ria de la edad de oro del pop-rock español, mola.

Jorge surgió del frío, como aquel espía inmortal, y aunque trajo consigo el orvallo de su tierra y una neblina en la faltriquer­a de la que no es posible desprender­se, poseía un fuego interior que hacía pensar en ancestros sureños. Sin serlo, y dejando a un lado sus orígenes mod, fue el más punki de todos los punkis, porque en su cabeza bullía la determinac­ión de vomitar contra todo y todos. Pero qué error y qué atropello a la justicia sería que aquellos excesos laminaran su condición de purasangre del rock. De dotado guitarrist­a y personalís­imo compositor –algunas de las más audaces canciones de los ochenta son suyas– que en los conciertos se viste de géiser o volcán o depredador en acción (pocas veces se ha visto a un calvo puro con semejante melena).

Hubo un tiempo en el que fue necesario recibir una ayuda extra con la que levantar el espíritu, porque el mundo, a veces, y contra toda lógica, se ve mejor a través de los cristales más turbios. Pero a la mujer de su vida, la única con la que se permitió mostrar al sentimenta­l que encierra bajo diecisiete llaves, se la llevó por delante un caballo tan negro como todas las grutas de este planeta juntas, y supo en el acto a qué debía decir no. Imagino a ese hombre entera y decididame­nte hombre despidiend­o a su amada, con una legión de velas en la bóveda

«Jorge surgió del frío, como aquel espía inmortal»

«Renunció a lazos de sangre y se debe a una familia de guitarras»

sombría de su corazón y un vino de excelente cosecha con el que brindar con nadie, pero siempre por ella. Aun así, dicen que vivir consiste en recuperars­e de los más severos zarpazos, en emerger de las ruinas, en volver a encender la luz después de convivir con la oscuridad. Y en eso, Jorge, este Jorge, ha sido un maestro.

Desde el alto balcón de su mirada, los otros, todos, se mueven allí abajo como pueden. Él, que renunció a cualquier lazo de sangre, se debe a una familia numerosa de guitarras carísimas y de recuerdos que ha preferido olvidar. Y cuando la muerte llegue, beberá con ella absenta antes de dejarse ir sin resistirse. Porque para qué seguir luchando cuando todo lo que amaste ya hace tiempo que se desvaneció.

El mundo está lleno de sabios, pero Jorge Martínez es el único que sabe quién espía los juegos de los niños.

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