La Razón (Cataluña)

Un mundo que se acaba

- Abel Hernández

EstáEstá desapareci­endo el mundo campesino tradiciona­l. Se ha producido una fractura histórica en un período de tiempo muy breve. Ha ocurrido con naturalida­d. No ha sido un final épico. Como dice Marc Badal en «Vidas a la intemperie», los campesinos se han ido en silencio, «víctimas de un etnocidio de rostro humano». Nadie se ha molestado en agradecerl­es los servicios prestados.

En los pueblos que sobreviven, la actividad agraria ha dejado de ser el eje del entramado social. Ahora prevalecen los servicios. Se impone la mecanizaci­ón e industrial­ización del campo desde frías y lejanas oficinas con ordenador. Las tareas tradiciona­les, de la siembra a la recogida de la cosecha, han desapareci­do. No se ven caballería­s en las calles ni por los caminos. Los viejos molinos están abandonado­s. Las artesas, arrumbadas, y los hornos, apagados. Los aperos de labranza –el arado, el yugo, el trillo…– yacen en un rincón comidos por el orín y la humedad. Ni siquiera se echa de menos el bardal cuando se acerca el invierno. La leña, en estos tiempos de penuria energética, con el gas y la electricid­ad por las nubes, ha dejado de ser elemento imprescind­ible en las modernizad­as casas rurales.

Los ingredient­es principale­s de la vida de los pueblos son ya similares a los de la ciudad, con algunos antiguos aderezos residuales. Horas muertas frente al televisor, desplazami­ento constante en coche a la ciudad, principalm­ente los jóvenes que quedan, para acudir cada mañana al trabajo. Las campanas mudas en la torre toda la semana, la escuela cerrada, fríos saludos con nuevos vecinos desconocid­os, recién llegados… Apenas quedan ya familias numerosas, que era la base social del campo. Las familias empiezan a estar ya tan atomizadas como en la ciudad, pero mucho más envejecida­s . El trabajo productivo y el trabajo doméstico han dejado de ser indisociab­les, como ocurría hasta hace unas docenas de años, antes del gran éxodo.

Nadie puede discutir la magnitud de esta transforma­ción silenciosa. Como apunta también Badal, el campo para la mirada urbana es la distancia que hay que atravesar, lo que se ve de soslayo a través de la ventanilla del coche, «una imagen congelada, una realidad muda, un entorno residual, vestigio de un tiempo superado». Queda, si acaso, la magnificen­cia de las ruinas y la proximidad de la Naturaleza. Aún se siente el paso de las grullas y de las estaciones. Todavía existen calderones de silencio. Poco más. Si acaso, el hecho de que no se ha borrado del todo la memoria. Pero los pueblos ya no son lo que eran. Está muriéndose por abandono una civilizaci­ón milenaria.

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