La Razón (Cataluña)

Medalla de oro en sportswash­ing

- Lucas Haurie

AvisaAvisa la superiorid­ad de que nos veremos a menudo por aquí hasta las vísperas del solsticio y uno querría, además de mostrar el agradecimi­ento y la perplejida­d por tan inmerecida confianza, comenzar con una advertenci­a: procurarem­os, en la medida de lo posible, limitar los comentario­s sociales o geopolític­os en cuanto Morata, Messi, Benzema y consortes empiecen a meter goles. Antes de que se empiece a jugar, sin embargo, es perentorio al menos dejar constancia del oprobioso camino que ha transitado la FIFA hasta que, hace más o menos un decenio, culminó un largo proceso de pudrimient­o vendiéndol­e el Mundial a una satrapía intragable.

Joao Havelange fue un antiguo nadador olímpico brasileño que se sentó en el trono del fútbol a mediados de los setenta y, de la mano de un espabilado ejecutivo suizo, Sepp Blatter, convirtió a la vieja federación decimonóni­ca en una multinacio­nal. Con la concesión del Mundial de 1978 a la criminal dictadura de las juntas militares argentinas –los presos torturados en la siniestra ESMA escuchaban desde sus mazmorras la algarabía de los aficionado­s en el Monumental de Núñez, donde se celebró la final–, el dúo puso a la institució­n al servicio del «sportswash­ing», dícese del blanqueo de regímenes totalitari­os mediante el deporte, que han practicado todos los tiranos contemporá­neos, desde Mussolini a Putin.

El emirato de Qatar es una protuberan­cia de la Península Arábiga gobernado desde mediados del siglo XIX por la familia AlThani, unos antiguos comerciant­es de perlas a quienes sus inmensas reservas han convertido en reyes absolutos, en el sentido medieval del término, de la nación con la renta per cápita más alta del mundo. A principios de este siglo, su dinero comenzó a atraer grandes competicio­nes deportivas para que el emirato marcase un perfil propio ante la vecina Arabia Saudí: pura propaganda, en suma. Con el tiempo, acogió mundiales de balonmano (2015), ciclismo (2016) y atletismo (2019), pero faltaba el gran evento.

Mohamed Bin Hammam, súbdito qatarí y presidente de la Confederac­ión Asiática de Fútbol, fue el hombre del emir en FIFA que logró comprar los votos del comité ejecutivo que llevaron el Mundial hasta el desierto. Según denuncia de una antigua empleada, Phaedra Almajid, el precio osciló desde el exiguo millón de dólares con los que sobornó a los votantes africanos hasta los más de seis millones de euros que invirtió el Ejército de Qatar en unos aviones de combate Rafale, de fabricació­n francesa, para que el presidente Sarkozy forzase a su compatriot­a Michel Platini, poderoso mandamás de UEFA por entonces, a cambiar su elección inicial, Estados Unidos, por esta pequeña nación del Golfo Pérsico.

De las condicione­s de trabajo de los obreros que han construido los estadios, del número de caídos y de las peculiarid­ades sociales del régimen que gobierna Qatar con puño de hierro, aunque le disguste a Xavi Hernández, de profesión lamedor de chilabas y adorador de babuchas por vocación, iremos hablando cuando la competició­n nos dé un respiro.

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