La Razón (Cataluña)

Todos lo sabemos

- Javier Menéndez Flores

Un hombre de negro que parece que torea, parece que baila, parece que flota, parece que necesita el carísimo amor de la gente para mantenerse erguido. Lleva bien oculta en la melena la miseria de los años primeros, solo que al volver la vista lo que encuentra es tan hermoso que su garganta, que todo se lo ha dado, se anuda igual que una corbata. Y cada vez que pasa por Cuatro Caminos, siempre, el pecho se le contrae como si lo pisara la recia bota de un general. Porque en la infancia habitan todas las emociones y también todos los miedos, por eso hay que visitarla con cuentagota­s. Los más excelsos licores, en rigor, solo deben entrar en la boca en contados momentos. Cuando el sol de las noticias buenas derrite el invierno y convierte en viernes la tarde del domingo. O cuando las sombras ganan la batalla y difuminan ese rostro abierto en canal que es incapaz de tragar saliva y precisa de un asidero.

Si digo Raphael digo energía, entusiasmo, fortaleza. Si pienso en Raphael, estalla en mi cabeza el ademán desprejuic­iado; la silueta del que se expresa con todo lo que le fue dado y con lo que hurtaron sus ojos, capaces de apresar hasta el más sutil detalle. Si escribo Raphael me llega el tumulto interior que activa un trueno y me descubro ante quien logra ocupar cada centímetro del escenario como solo lo haría una ola o una lengua de fuego, o algo que excede los contornos de lo puramente humano. Raphael, tantas cosas en un solo chispazo, qué sabe nadie.

Silencio. Las luces han cerrado los ojos. Y una figura menuda pero invencible ha hecho acto de presencia con un micrófono en la mano que bien podría ser un cóctel molotov, y es entonces cuando arranca el espectácul­o. Después de tantos años, otra vez. Y mañana más. Qué pasada. De la «tournée del hambre» a la gloria sin fisuras han pasado nada más que sesenta años, y no hay números que puedan acotar los éxitos, las giras, los conciertos, las cartas de amor, los aplausos.

Toda una vida cantando tiene algo de religioso, es un sacerdocio. Y cómo no preguntars­e si existe milagro mayor que el del hombre que decide serlo todo desde la nada y lo consigue. Y una vez que lo ha conseguido, lo conserva. Dios está en los crucifijos y en las túnicas, pero a veces le da por instalarse en un mendrugo de pan con una onza de chocolate. En las manos gastadas de tus padres, en Elvis y en Gary Cooper en« Solo ante el peligro». Y quizá haya un gramo de su inconmensu­rabilidad en la tímida forma en que agradecemo­s los instantes en los que la luz nos atraviesa. Igual que esas espadas como labios que cantó el poeta más discreto y letal, Vicente se llamaba.

La vida se puso en pausa sin previo aviso, mientras en su cabeza notable sonaba un bolero de voces confusas y el aullido de las ambulancia­s. Pero existen voluntades tercas, capaces de desafiar a la lógica y darle jaque mate a la muerte. Raphael, sin ir más lejos. En sus canciones, que él no compone pero hace entera mente suyas, los hombres reciben golpes imborrable­s. Y está todo el zumo de la intimidad de los amantes, que sale al exterior de golpe y puedes metértelo en un bolsillo igual que un trozo de tela coloreada de deseo.

Quienquier­a que fuese el primer dueño del hígado que lleva dentro, y va para veinte años, debió de ser también un titán. Porque el cantante vive desde aquello en un clímax permanente. Aunque no lo sepamos, la felicidad consiste en resistir: después de eso, vivir es solo aguardar lo inevitable.

¿Qué sabe nadie? No, Raphael, hace ya años que todos lo sabemos: eres eterno. Y cuánto nos ayuda mirarte, saberte ahí. Cuánto bien nos hace tu catecismo de superviven­cia.

«Si digo Raphael digo energía, entusiasmo, fortaleza»

«En sus canciones los hombres reciben golpes imborrable­s»

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