La Razón (Cataluña)

Jugando en el Averno

- Javier Menéndez Flores

Hubo un momento, un segundo, un instante en el que el hilo que separaba la inocencia de la desilusión se quebró y ya no fue posible repararlo. No había marcha atrás. Ni redención. Y por delante se alzaban las llamas, altas como torres del reino del mal. «Al infierno se va por atajos, / jeringas, recetas». Estos versos de «Barbi Superestar», de Sabina, parecen escritos en honor a Tequila, banda de rock que eclosionó en la médula de la Transición y viajó del cénit al nadir en lo que dura un parpadeo. La juventud, la belleza y el beso de una muchedumbr­e en vías de crecimient­o conformaro­n un cóctel demasiado peligroso como para no intoxicar a quienes lo bebieron avaramente. Aquellos príncipes de cartón piedra, entronizad­os por una industria discográfi­ca desalmada y un público ávido de carne hermosa y caña, cayeron sin paracaídas de la nube del halago al lodo de la realidad, y la hostia aún resuena en los oídos de los tres supervivie­ntes del quinteto original. Pero es que, visto ahora, en las imágenes y en las palabras del documental «Tequila. Sexo, drogas y rock & roll», esos muchachos lo tenían todo para pifiarla. Y lo hicieron absolutame­nte.

Alejo Stivel y Ariel Rot, cantante y guitarra solista, amigos íntimos desde la infancia, salieron por patas de su Argentina natal con lo puesto, porque el aliento de los militares asesinos ya les agitaba las puntas de las melenas. Y llegaron a una ciudad, Madrid, que, tras la muerte del dictador, celebraba la libertad y la vida sin red ni flotadores, y que se había propuesto ser el lugar más divertido del mundo. Para esos dos pibes que acababan de desprender­se del acné, aquella casa recién pintada en la que todo olía a nuevo fue su paraíso terrenal. Y qué poco tardaron en morder la manzana. Se juntaron con tres nativos con idéntica sed de mambo, Julián Infante (guitarra rítmica), Felipe Lipe (bajo) y Manolo Iglesias (batería), y así fue como empezó el juego de caminar a través de una alfombra roja suspendida en el aire, bajo la cual aguardaban, pacientes, los caimanes. Con su estampa stoniana y sus canciones como lluvia de confeti, directas y festivas, inyeccione­s de vida –suyo fue el don de crear hits–, inauguraro­n el rock en España junto a Moris, Ramoncín, Burning, Leño. Pero Tequila lo hizo –a su pesar, por exigencias de la tiránica discográfi­ca– por el costado del fenómeno fans, donde brillaban Pecos, Miguel Bosé, Pedro Marín, Iván, que tenían tanto que ver con ellos como la Conferenci­a Episcopal. Eso provocó que los roqueros «puros» los miraran con displicenc­ia, aunque tuvo su lado positivo: Tequila vendió lo que no vendía nadie. Pero el dinero, igual que entraba, salía. Porque no hay embalse que aguante un billón de grifos abiertos.

En un arco de seis años, con cuatro robustos discos de estudio, Tequila reventó. Y la imagen postrera fue muy gore. Los otrora amigos ya no lo eran tanto, sino todo lo contrario, porque el caballo y el parné son bestias despiadada­s que no atienden a razones. Cayó primero Manolo (1994) y seis años después lo siguió Julián, y cuando Ariel lo cuenta el espectador es capaz de ver a través de sus gafas oscuras las lágrimas represadas. Pero lo inverosími­l habría sido un final distinto, y si Ariel, Alejo y Felipe todavía respiran es porque el viento de la suerte les ha sido favorable, ya que no les faltaron méritos ni empeño para reunirse con sus compañeros. En algún lugar entre la nostalgia y la melancolía flota el fantasma de cinco muchachos que durante un segundo fueron puros, justo antes de creerse por encima del bien y del mal.

«Con cuatro robustos discos de estudio, Tequila reventó»

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