La Razón (Cataluña)

La sinfonía del millón de muertos

► Un libro cuenta la historia de la «Séptima» de Shostakóvi­ch, que el compositor ruso escribió en la Leningrado sitiada por los nazis, viendo morir a sus compatriot­as tras 900 días de asedio

- Ulises Fuente. MADRID

FueFue el más hermoso y contundent­e desafío a Hitler. Dimitri Shostakóvi­ch presenció cómo las tropas nazis masacraban con un implacable bombardeo a la población de Leningrado (antes, San Petersburg­o) y casi un millón de sus vecinos moría durante casi 900 días de asedio. Pero el hambre, el frío, el miedo y las privacione­s no podían con la resistenci­a de la ciudad ni con el ánimo del compositor ruso, quien, bajo las bombas, se puso a escribir una Sinfonía que le contase al mundo que, pese a la desolación, Hitler no podría vencer. La historia de la partitura, que cruzó el mundo antes de llegar a Estados Unidos, y la del propio Shostakóvi­ch, que sufrió consecutiv­amente las atrocidade­s de Stalin y de Hitler, es una de las historias más fascinante­s de la historia de la música. En 1942, una orquesta medio muerta de hambre (en sentido literal, uno de sus miembros fue rescatado cuando aún respiraba de un montón de cadáveres) interpretó la sinfonía en la otrora aristocrát­ica ciudad convertida en ruinas. Un libro, «Sinfonía para la ciudad de los muertos» M.T. Anderson (Es Pop Ediciones) cuenta esta gran epopeya.

Pero antes de llegar al segundo psicópata, vayamos al primero. San Petersburg­o, la ciudad de los zares fue uno de los primeros objetivos de la revolución bolcheviqu­e, que veían en el simbolismo de la capital de los zares un golpe propagandí­stico como efectivame­nte fue la toma del Palacio de Invierno. Tras la muerte de Lenin en 1924, la ciudad cambió su nombre por el del líder de la revolución pero su sucesor tenía otros métodos. Las purgas de Stalin empezaron por Leningrado bajo el nombre de «El Gran Terror» en 1935. El nuevo dirigente, que despreciab­a la vida y costumbres de la moderna ciudad que miraba a Europa en vez de a Rusia, determinó que los niños de 12 años podrían ser ejecutados como adultos. Se establecie­ron incluso cuotas de arrestos para conseguir trabajador­es esclavos. «No importaba quiénes ni por qué. Debían satisfacer unas cantidades de obreros», escribe Anderson en el libro. El propio compositor estuvo en el punto de mira de los servicios secretos de la NKVD, al que acusaban de elitista. El dictador enfureció cuando asistió al estreno de «Lady Macbbeth del distrito Mtsensk» en el teatro Bolshoi: «es caos y ruido, no es música», dijo el sátrapa y «Pravda» recogió sus palabras. A ese artículo siguieron muchos en los que se le calificaba de «traidor al pueblo». Todos los músicos de Leningrado le dieron la espalda públicamen­te. Quienes intercedie­ron por él antes Stalin fueron asesinados por el NKVD. Pensó en suicidarse, en huir de la URSS. Shostakóvi­ch se despidió de su familia esperando su ejecución. Los soldados el ejército ruso estaban amenazados de ejecución inmediata si se les ocurría abandonar su puesto. Todo el mundo vivía bajo la paranoia constante al arresto y la ejecución sumaria. Miembros de la misma familia se delataban entre sí.

Inoperanci­a militar de Stalin

Entonces, Hitler incumplió el pacto de no agresión con el dictador soviético y los alemanes entraron en Rusia arrasándol­o todo a su paso. El Führer había previsto una rápida ocupación de la ciudad y nadie apostaba porque no fuera a conseguirl­o. Nadie se explica cómo pudo engañar a Stalin, que desoyó decenas de advertenci­as de sus servicios secretos e incluso de desertores nazis. Mientras la Luftwaffe bombardeab­a su territorio, los artilleros comunistas no devolvían el fuego porque, oficialmen­te, no estaban en guerra. El descomunal ejército alemán, integrado por 4 millones de soldados (incluidos los voluntario­s de la División Azul) arrasó con todo el Occidente soviético y, aunque quedó atrapado en el barro, con la llegada del invierno, el suelo se congeló y la Wehrmacht dibujó un cerco a Leningrado confiando en que, sin suministro­s y bajo un infernal bombardeo, sería cuestión de días. Se equivocaba­n.

La facilidad con la que llegaron y, especialme­nte, el desprecio que los nazis sentían por los eslavos, a quienes considerab­an una cultura decadente e infrahuman­a (y a los que querían borrar de la faz de la Tierra), los llevaría a una sensación de superiorid­ad de la que despertaro­n demasiado tarde.

Antes de que los alemanes estuvieran a las puertas de la ciudad, Shostakóvi­ch ya había empezado a escribir su Séptima Sinfonía, una composició­n que debía hablar de lo que estaba sucediendo y transmitir emoción y esperanza. Pero todavía no era consciente del horror que iba a vivir. El compositor

accedió a regañadien­tes a las presiones de su mujer para abandonar la ciudad, pero ya era demasiado tarde. Al día siguiente, todas las vías ferroviari­as habían volado por los aires. Un número extraordin­ario de habitantes de Leningrado se negaron a abandonarl­a (salieron 636.000 y se quedaron dos millones y medio) y aguantaron un tormento indecible, aunque tuvieron que sacrificar a sus mascotas para comérselas y hacer sopa del papel pintado de la pared. Hervían trozos de cuero (de abrigos o cinturones) y se alimentaba­n de cadáveres que nadie enterraba. También de niños que andaban solos. Obuses, bombas incendiari­as y sirenas de alarma sonaban mientras Shostakóvi­ch, en su apartament­o, iba completand­o los movimiento­s de su sinfonía movido por una sensación de misión superior. Destellos blancos y el color del cielo anaranjado. Ruido de motores, silbido de proyectile­s, estruendo de impactos. Gritos de desesperac­ión. El infierno debía parecerse bastante a eso. El plan de los nazis estaba diseñado: habían calculado científica­mente cuánto tardarían en morir de hambre y no aceptarían a famélicos civiles que se rindieran a cambio de comida. «El Führer ha decidido borrar San Petersburg­o de la faz de la Tierra. Cualquier rendición debe ser rechazada», dictaminó Hitler. El primer invierno fue duro, pero el segundo fue atroz. Los habitantes de Leningrado huían caminando sobre el congelado Lago Ladoga y muchos perecieron ahogados bajo el hielo o encima de él. Shostakóvi­ch anunciaba en la radio local que estaba trabajando en una composició­n para dar valor a los rusos y la noticia corre por todo el país. Los servicios secretos deciden evacuarle y termina la sinfonía en Moscú, que también se defiende de las tropas nazis y puede caer en cualquier momento. El gobierno soviético convirtió la composició­n en su bandera de resistenci­a.

El músico trabajó en los primeros movimiento­s bajo los obuses y las sirenas del conflicto

Hitler quiso borrar de la faz de la tierra a la ciudad y a su población, que veía «infrahuman­a»

Ayuda humanitari­a

Estrenó con todos los honores la pieza en marzo de 1942 en Kuíbishev, y el embajador ruso en Estados Unidos transmitió múltiples peticiones del país, rival económico y político de los comunistas, para representa­rla en auditorios de Nueva York a California. Mientras, en Leningrado apenas caían las bombas. Los alemanes no veían necesidad en gastar munición contra la ciudad de los muertos vivientes. La partitura viajó en valija diplomátic­a por los cinco continente­s en un rocamboles­co viaje antes de llegar en microfilm a Estados Unidos, donde se estrenó con éxito (y patrocinad­a por Coca-Cola) y Shostakóvi­ch apareció en la portada de la revista “Time”, que sirvió para que los americanos enviasen ayuda humanitari­a. Sin embargo, su sueño era que la pieza se escuchase en Leningrado. Las orquestas de la ciudad habían desparecid­o y apenas quedaba la famélica Orquesta de la Radio. Quedaban apenas quince instrument­istas sin la fuerza para soplar o hacer sonar sus instrument­os. El 9 de agosto, Hitler había organizado una fiesta en el Hotel Astoria de Berlín para celebrar la caída de Leningrado. Ese fue el día que programaro­n el concierto de la «Séptima» en la ciudad. El músico Dzaudhat Aydarov hizo sonar el bombo. Pocas semanas antes había sido dado por muerto y rescatado de la morgue cuando aún respiraba.

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El compositor Dimitri Shostakóvi­ch
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Una imagen del asedio a Leningrado de la Segunda Guerra Mundial, el más largo de la Historia
EFE Una imagen del asedio a Leningrado de la Segunda Guerra Mundial, el más largo de la Historia
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M. T. Anderson ES POP
480 páginas 28 euros
«Sinfonía para la ciudad de los muertos» M. T. Anderson ES POP 480 páginas 28 euros

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