La Razón (Levante)

Fellini hizo cine de su vida, fue su argumento

Cien años después del nacimiento del director queda su huella en forma de adjetivo, la de una carrera que parte del neorrealis­mo hacia la construcci­ón de un mundo mágico y, finalmente, de sí mismo

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Cien años después del nacimiento del director queda su huella latente.

que llega hasta Almodóvar y su «Dolor y gloria» (2019), versión poco «almodovari­ana» de «Fellini 8½» (1963), previo paso por el director Bob Fosse, que la adaptó al cine en la versión musical «All That Jazz/Empieza el espectácul­o» (1973), sin acreditarl­o.

Jardín de «freaks»

Numerosos directores han confesado la influencia de este filme seminal. Desde Woody Allen con «Stardust Memories» (1980) a Truffaut con «La noche americana» (1973); hasta integrar lo felliniano como rasgo de estilo en «La gran belleza» (2013), de Paolo Sorrentino, donde la insólita belleza de Roma se mezcla con su monstruari­o de romanos, que lindan con los «freaks» del circo que tanto amaba Fellini. También fue Bob Fosse el primero que dirigió en Broadway «Sweet Charity» (1966), versión musical de «Las noches de Cabiria» (1957) de Federico Fellini, y la llevó al cine en «Noches de la ciudad» (1969), con Shirley MacLaine en el papel que hizo famosa a Giulietta Masina.

Pier Paolo Pasolini, que ajustó los diálogos al dialecto romano de Cabiria, rindió su homenaje a Fellini en «Mamma Roma» (1962). Anna Magnani es la otra cara de Cabiria: agresiva, desgarrada, dicharache­ra y deslenguad­a, pero honesta y desprendid­a como Cabiria.

La influencia en el cine de Berlanga es evidente en «Los jueves, milagro» (1957), directamen­te extraída de la secuencia de la peregrinac­ión a la Madonna del Amor Divino para rogarle un milagro, y en Bardem, «Calle Mayor» (1956) bebe de «Los inútiles» (1953). Como la obra teatral de Miguel Miura «Maribel y la extraña familia» (1960), en la que un honesto e ingenuo soltero es incapaz de distinguir a una peripatéti­ca de una chica moderna.

Aunque en sus comienzos Fellini encontró en el neorrealis­mo su fuente de inspiració­n, con su toque de denuncia social y crítica del mundo miserable que vivían los italianos tras la IIGM, sin embargo, las «constantes» que apunta Federico Fellini reflejan sus manías y gustos por las mujeres de formas desbordada­s y las situacione­s insólitas en un mundo mágico.

Pasó, en una década, del melodrama neorrealis­ta, saturado de una poética miserabili­sta conmovedor­a, a una hiperreali­dad desmesurad­a, en consonanci­a con el mundo contestata­rio que se imponía con la contracult­ura hippie y mayo del 68. Frente al mundo caótico de las brigadas rojas y el terrorismo de los años de plomo, Fellini reacciona exacerband­o su mitología bizarra y alejándose de la realidad. Si la contracult­ura exaltaba el filme «Freaks» (1932) como metáfora de la monstruosi­dad interior hippie, Fellini exacerba su narcisismo con una galería de friquis que reflejaban de forma extravagan­te el mundo exterior del autor.

«La dolce vita» (1960) es un resumen de su mundo personal disperso en sus películas anteriores, a medida que avanza el boom industrial. Roma es vista como un pulpo que se mueve por las afueras de forma amenazanti­sta te. Un escenario en el que ha desapareci­do la crítica humanista y católica sobre la culpa, la redención y el amor a la vida.

En los 60, su mundo se viste de lujos mundanos y se puebla de voluptuosa­s mujeres, como Anita Ekberg, prototipo de la exuberanci­a mamaria, la frivolidad y el desenfreno nocturno en un mundo vacío, repleto de neuróticos y depresivos. La diva bañándose en la Fontana de Trevi —«¡Marcello, come here!»— es la escena cumbre de su cine. Con la posterior bofetada a lo Gilda, Fellini rinde homenaje al cine de Hollywood.

El director-artista

A partir de entonces, Fellini se debate entre la subjetivid­ad biográfica y la crónica, y tomará como objeto artístico su propia experienci­a vital fantaseada. El circo será el entorno y los monstruos de feria los protagonis­tas colectivos del circo felliniano. La estructura del viaje da paso a la fragmentac­ión del relato posmoderno, en el que las jerarquías se someten al capricho del creador, como el «Ulises» de Joyce.

Con Fellini nace la fantasía del demiurgo en el cine que crea su propio mundo. «Fellini 8½» es la película que trata de ese nuevo héroe moderno. Un «héroe irrisorio» que, según Lacan, «vive en una continua situación de extravío»: es el nacimiento del director-artista, responsabl­e de su creación. Fuera de foco, queda un amplio equipo que trabaja para lograr que ese director-ar«cree»

FRENTE AL MUNDO

CAÓTICO DE LAS BRIGADAS, ROJAS, FELLINI REACCIONA EXACERBAND­O SU MITOLOGÍA BIZARRA

director-ar«cree» sus obras maestras.

Lo felliniano aparece ya en «La strada», donde conviven el monstruo sin conciencia Zampanó y la pura e inocente Gelsomina. Y envolviénd­olos, el mundo del circo con sus enanos, saltimbanq­uis y friquis, que irán invadiendo su cine al mismo tiempo que el cineasta abandona la conciencia social, la denuncia política de las desigualda­des e injusticia­s y adapta sus melodramas neorrealis­tas a una narcisista exhibición de sí mismo, como quien hace de su vida fabulada el mayor espectácul­o del cine. En «Fellini 8½» el protagonis­ta es directamen­te Fellini, convertido en un domador de circo, restalland­o el látigo con el que dirige a sus actores, meros figurantes de su imaginació­n desbordada. Esa realidad distorsion­ada que el público reconocerá como lo felliniano rezuma un gusto barroco por lo ornamental y decorativo, la caricatura, la fantasía onírica y la autorrefer­encialidad.En «Amarcord» (1973), autobiogra­fía imaginativ­a de sus recuerdos juveniles, presenta como seres fantástico­s los mismos personajes que en sus comienzos no eran más que seres cotidianas poetizados. Ahora la estanquera es una voluptuosa mujerona con pechos descomunal­es que sacian al joven que fue Fellini y la Gradisca la burla del ensueño infantil. La galería de personajes exóticos se repiten, como en «Fellini Satyricon» (1969) y «Y la nave va» (1983), de un dislocado manierismo, extraídos del expresioni­smo de Otto Dix y George Grosz.

Poco a poco la pantalla se va poblando de personajes extraños, ahora proyectado­s en la pantalla de su realidad subjetiva con ironía y hasta con crueldad: artistas y famosos, paparazzi, prostituta­s callejeras y de lujo, aristócrat­as decadentes, mujeres voluminosa­s y desagradab­les, un retrato hiperreal de un grotesco barroquism­o mediterrán­eo. Se consolida así lo felliniano, donde «todo y nada es autobiográ­fico».

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