La Razón (Levante)

LA FORJA DE UN REINO

JOSÉ SOTO CHICA, AUTOR DE «IMPERIOS Y BÁRBAROS», NOS HABLA DE LA UNIFICACIÓ­N DE LA CONVULSA ESPAÑA POR LEOVIGILDO Y DEL AUGE DEL REINO GODO

- POR JOSÉ SOTO CHICA UNIVERSIDA­D DE GRANADA

En nuestros manuales escolares podemos leer que los visigodos conquistar­on España en el siglo V, tras derrotar a vándalos y alanos, arrinconar a los suevos y apoderarse de los restos del Imperio romano. La realidad, como siempre, fue más compleja, azarosa y sangrienta y la forja del reino de Toledo, de la primera España, fue un proceso largo, marcado por contínuas campañas militares, reyes guerreros y el logro de un propósito moderno para la Europa de la época y en el que España fue pionera: la unidad política y la igualdad jurídica de todos sus habitantes independie­ntemente de la región en que habitaran o del pueblo al que pertenecie­ran. En 406, en la Nochevieja más apocalípti­ca de todos los tiempos, vándalos, alanos y suevos cruzaron el congelado Rin y desbordaro­n las defensas romanas. Dos años y medio más tarde pasaron a Hispania y sembraron en ella la desolación. El Imperio recurrió entonces a los visigodos. Estos habían saqueado Roma en 410, pero para 416 eran consciente­s de que era inviable sobrevivir sin llegar a un pacto con los romanos para aniquilar a los bárbaros instalados en Hispania. Los godos lo hicieron y a cambio recibieron tierras en el sur de las Galias. Es cierto que de tanto en tanto enviaban una expedición guerrera a la caótica Hispania para acogotar a los suevos, pero solo a partir de 497 y como señala la llamada Crónica

Caesaragus­tana, llegaron en gran número en una Hispania que era en verdad un territorio convulso y dividido.

CAOS Y ESPADA

Los suevos aún aguantaban en el noroeste, y, en el Cantábrico, astures y cántabros no soportaban ningún dominio. Por su parte, los vascones empujaban desde los Pirineos franceses y navarros sometiendo a las romanizada­s gentes de lo que hoy es el País Vasco. No solo ellos, en Orense estaban los aurigenses, y en las fronteras de Portugal con Zamora los belicosos sappos, y en el norte de León los oscuros runcones, mientras que en Sierra Morena oriental las gentes de Orospeda eran virtualmen­te independie­ntes, como también los terratenie­ntes de la aristocrát­ica Córdoba. España era el país del caos y la espada. El caos se incrementó cuando los godos fueron aniquilado­s por los francos en la batalla de Vouillé, 507 y empujados hacia el sur de los Pirineos. Las divisiones internas, la intervenci­ón ostrogoda y las guerras civiles auguraban que la historia de los visigodos no iba a durar mucho. De hecho, y para 555, nadie hubiera apostado por los visigodos. Y sin embargo, sobrevivie­ron y ganaron. El responsabl­e fue Leovigildo. Fue su energía brutal, su inteligenc­ia política y su incansable actividad las que salvaron a los godos y forjaron un reino poderoso. Año tras año el rey lanzaba expedicion­es guerreras a la par que consolidab­a la institució­n de la monarquía rodeándola de rituales copiados de Constantin­opla, fundaba ciudades y encaminaba a su reino hacia la unidad promulgand­o un código legal que obligaba por igual a godos e hispanorro­manos. Desde 570 a 577, se mantuvo siempre en campaña guerreando contra bizantinos, cordobeses, sappos, runcones, cántabros, suevos y vascones. Guerra tras guerra, se le iban sometiendo y en 585, culminó su gesta conquistan­do el reino de los suevos. Leovigildo no era ya el señor de un reino condenado a desaparece­r, sino el rey de una tierra poderosa y como tal hizo lo que ningún rey germano había hecho hasta ese momento: fundar una ciudad. La llamó Recópolis y con ello se mostraba como un verdadero sucesor de Roma.

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Rey Leovigildo» (1854), por Juan de Barroeta, Museo del Prado

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