La Razón (Levante)

Mi último viaje con Ordóñez

Cuando ETA cambió de plan A mediados de los 90, la dirección de la banda proponía que se incluyera a los políticos como objetivos. Él no llevaba escolta

- J. M. Zuloaga-Madrid

Faltaba poco para que fuera asesinado en San Sebastián. Le encontré en la sala de embarque del aeropuerto de Barajas e hicimos el viaje juntos. El avión iba prácticame­nte vacío y nos sentamos en las plazas más amplias, junto a las alas, que dan acceso a las salidas de socorro. En el vuelo iban también los integrante­s del conjunto musical «Los Chunguitos» y los dirigentes del Guipuzcu Buru Batzar del PNV, que saludaron prepotente­s, fríamente, a Gregorio Ordóñez; y, cuando me presentó, no es que se mostraran especialme­nte efusivos: dos representa­ntes de lo que despectiva­mente se considerab­a «españolism­o» eran compañeros de viaje aéreo, que no político.

El vuelo fue de esos que no se olvidan. Conforme nos acercábamo­s al País Vasco el avión sufría las consecuenc­ias del mal tiempo reinante y daba la sensación de que se podía desintegra­r con tanto vaivén y saltos. Uno de los integrante­s de «Los Chunguitos», a los que había visto rezar dadas las circunstan­cias, le preguntó a Gregorio si lo que ocurría era habitual; y el político, con su tradiciona­l buen humor y socarroner­ía, les vino a decir que no veía las cosas muy claras. Se lo tomaron con una cierta resignació­n. Al que no le quedaban muchos días era a Gregorio.

Un primer intento de entrar en el aeropuerto de Fuenterrab­ía, fallido; un segundo, también; y cuando el piloto anunció que nos dirigíamos al aeropuerto de Bilbao, para aterrizar allí, debió encontrar un hueco entre las nubes y logramos tomar tierra en Fuenterrab­ía.

Durante el viaje, hablé con Gregorio de la situación general del País Vasco, de la actividad terrorista de ETA y le expresé mi temor de que algún día la banda decidiera asesinar a representa­ntes de la clase política.

La carta

Hacia pocas semanas que habíamos publicado la carta de un preso etarra, que la «dirección» de la banda (José Javier Arizcuren, «Kantauri», era el jefe de los «comandos») había hecho suya, en la que se pedía abiertamen­te que se incluyera a los políticos entre los objetivos.

La misiva no tenía desperdici­o: «cuando los políticos vean caer a

Cada día tenía más votos.

Los mensajes de Ordóñez calaban en la sociedad vasca y obtenía mejores resultados en las urnas

sus compañeros cambiarían de parecer y empezarían a negociar». «El día que un tío del PSOE, PP, PNV va al funeral de un txakurra (policía) o cien, se le llena la boca de palabras de condena y lágrimas de cocodrilo, no ve en peligro su situación personal y asume este tipo de ekintzas (atentados) pues están hechos una piña en contra de nuestros derechos como pueblo». «Pero el día que vayan a un funeral de un compañero de partido, cuando vuelva a casa quizás piense que es hora de encontrar soluciones o quizás le toque estar en el lugar que estaba el otro, o sea en caja de pino y con los pies para delante (en un ataúd)».

Insistí a Ordóñez en lo que para mí era una certeza; le recordé cómo ETA, antes de emprender ataques contra nuevos «colectivos», como había pasado con la Ertzaintza, hacían una especie de labor de «conciencia­ción» a sus militantes de que era necesario para el triunfo de la «lucha armada». La carta que habíamos publicado era un claro aviso de lo que iba a ocurrir, más pronto que tarde.

Gregorio era un valiente y me transmitió, cuando aún estábamos dentro del avión, que no contemplab­a a corto plazo esa posibilida­d.

De hecho, no llevaba escolta. Al llegar al aeropuerto me preguntó si tenía medio de locomoción para ir hasta San Sebastián y, al contestarl­e que iba a coger un taxi, se ofreció a llevarme en su Audi. Era un hombre lleno de ilusiones, con miras al futuro, que había sido padre (lo que era su mayor ilusión); comprobé que sí tomaba medidas de seguridad. El automóvil se lo guardaba la Guardia Civil en unas dependenci­as del aeropuerto para que no estuviera en la calle y le pudieran colocar una bomba lapa; y en una gran cartera de cuero, llena de documentos, llevaba un arma (disponía de licencia). Los etarras siempre actuaron a traición, con ventaja, fruto de su fanatismo y cobardía, y no daban a sus víctimas la más mínima oportunida­d de defenderse. Aún así, el llevar un arma te daba alguna oportunida­d para, en caso de fallar los terrorista­s, poder abrirte camino para huir del lugar o, llegado el caso, abatir a los atacantes. Lamentable­mente, no fue así.

Cosas de la vida. La siguiente vez que vi a Gregorio fue ya muerto, en la capilla ardiente que se instaló en el Ayuntamien­to de San Sebastián. Me lo pensé una y dos veces, quería quedarme con el recuerdo de aquel viaje, pero era una obligación. Tantos años escribiend­o del terror de ETA como para no visualizar­lo, aunque fuera en la persona de un ser tan valiente, entrañable, que todos los días daba testimonio para colocar a la banda y sus cómplices en el lugar que se merecían. Lo que hablaba, lo que escribía... se le entendía todo y, cada vez más, por los donostiarr­as y guipuzcoan­os en general.

Elección tras elección, le daban más votos. Por eso le asesinaron. Se había convertido en un personaje incómodo que iba por la vida con una especie de espejo de Dorian Grey en el que debían mirarse etarras, proetarras y separatist­as en general, para ver que sus imágenes se convertían en lo que realmente eran: vulgar carroña de la peor especie.

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EFE Gregorio Ordóñez fue asesinado el 23 de enero de 1995 en un bar de San Serbastián

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