Chéjov, en clave de «performance»
Autor: Antón Chéjov. Director: Àlex Rigola. Intérpretes: Nao Albet, Pau Miró, Xavi Sáez, Mónica López, Irene Escolar y Roser Vilajosana. Teatro de la Abadía, Madrid. Hasta el 4 de octubre
Como ya hiciera en su fantástica aproximación a Vania, Rigola vuelve a meter mano a Chéjov para llevar a las tablas otra obra del ruso con un lenguaje escénico más contemporáneo y, más acorde con las últimas «modas» teatrales. Igual que ocurría en el mencionado trabajo anterior, en esta versión de «La gaviota» desaparece la cuarta pared; se rompe la frontera entre la realidad de un puñado de actores que hacen teatro y la ficción de los personajes que han de interpretar; se esfuma el distanciamiento artístico de todo el equipo a la hora de observar y estudiar a esos personajes; y se intenta acentuar con ello un clima intimista para que el público se sienta cómodo, no ya frente a los actores, sino más bien junto a ellos. En esta ocasión, no obstante, las capas dramatúrgicas se multiplican: si «La gaviota» de Chéjov es una obra sobre los sueños y veleidades, tanto artísticos como personainterés les, de un grupo de amigos y familiares que van a representar en una casa la obra teatral de uno podría decirse que «La gaviota» de Rigola es una performance sobre un grupo de actores que van a realizar una performance inspirada precisamente en «La gaviota» de Chéjov. Entre los actores de la obra de Rigola, que se interpretan a sí mismos en clave de autoficción, y los chejovianos de «La gaviota», el director ha encontrado concomitancias claras y plausibles, y ha sabido plantearlas de manera talentosa para que el juego dramatúrgico tenga y no se convierta en un jeroglífico. Sin embargo, no logra esta vez limar del todo los saltos que van de esa parte de la autoficción más pura hasta la trama de la obra original; saltos que el espectador percibirá demasiado nítidos y no sin cierto desconcierto en algunas ocasiones. La consecuencia es que uno al final se va del teatro con la sensación de haber visto dos obras bastante conectadas, pero distintas: por un lado, la de Rigola, algo laxa en la acción, pero llena de ingenio, humor, autocrítica y reflexión sobre la profesión actoral, sobre la creación artística y, en cierto modo, sobre la teoría del teatro; por otro, la de Chéjov, que queda aquí desdibujada y que tiene, sin embargo, los únicos momentos de verdadera fuerza dramática, como la escena que protagoniza Mónica López, formidable una vez más, recriminándole a Nao Albet su infantil y consentida actitud. El elenco cumple sin problemas en un trabajo que, desde el punto de vista interpretativo no habrá resultado para ellos (salvo en el caso de Pau Miró, que no es actor) demasiado complicado.
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Hubiese enriquecido el conflicto que ese teatro también fuera defendido