La Razón (Levante)

EL JUEGO DE LAS CULPAS

- POR VICENTE VALLÉS

Una de las claves fundamenta­les del egoísmo, así en la política como en la vida, es dominar el arte consistent­e en que las cosas bien hechas sean considerad­as de tu responsabi­lidad, y las mal hechas aparezcan a los ojos de todos como fruto de la inadecuada actuación de otro. Es, por tanto, imprescind­ible tener siempre a mano alguien a quien señalar con la punta del dedo índice bien estirado. Los anglosajon­es, que acumulan una larga experienci­a democrátic­a, utilizan dos palabras que riman para definir esta práctica: blame game, o «juego de las culpas».

En España se ha desatado un intenso blame game desde que se levantó el estado de alarma. Parecía entrar dentro de la lógica que el Gobierno central asumiera el grueso de la responsabi­lidad en la gestión de la epidemia si había decidido establecer el mando único. Pero el debate más apasionado sobre quién manda y sobre quién debería mandar se desató en toda su intensidad a partir de la segunda mitad del mes de julio. La cifra de nuevos contagios dejó de ser tan llevadera como en junio, cuando Pedro Sánchez, henchido de satisfacci­ón y en un acto de evidente precipitac­ión, proclamó en el Congreso ante los españoles y ante el mundo que «hemos vencido al virus».

En aquellos días, el confinamie­nto había conseguido que se vaciaran los hospitales y los tanatorios, al tiempo que los despachos de Moncloa se llenaban de una euforia que ahora sabemos prematura.

A ningún presidente le gusta perder votaciones. Suponen una muestra de debilidad política, y quienes ostentan el poder no aceptan con naturalida­d que alguien se atreva a cuestionar su mando. Para evitar el riesgo, Sánchez tomó dos decisiones en ese mismo mes de junio: no pedir al Congreso nuevas prórrogas del estado de alarma porque no se las concedería­n, y situar toda la responsabi­lidad en las comunidade­s, empeñadas como estaban (sobre todo Cataluña, País Vasco y Madrid) en gestionar la pandemia por su cuenta.

A partir de ese momento, el ministro de Sanidad que desde marzo había dado todas las órdenes se transfigur­ó en un opinador. Alguien que, como ha dicho con sorna el presidente socialista de Castilla-LaMancha Emiliano García-Page, trata de aparecer como un simple comentaris­ta. Esta semana, cuando le preguntaro­n por las restriccio­nes que se debían aplicar en Madrid, Salvador Illa respondió, a modo de tertuliano y sin mayores profundida­des, que «en Madrid hay que tomar medidas adicionale­s; esto lo comparto». Y punto.

Es cierto, como recuerdan en Moncloa despejando con ímpetu la pelota de su área, que las competenci­as en materia de salud correspond­en a las comunidade­s autónomas. Es igual de cierto que la Ley General de Sanidad establece que es competenci­a del Estado Estado el establecim­iento de normas que fijen las condicione­s para conseguir «una igualación básica» de las condicione­s de los servicios públicos. Y, como explica el propio Ministerio en su web, le correspond­e coordinar la acción conjunta «de tal modo que se logre la integració­n de actos parciales en la globalidad del sistema sanitario». Diríase que esto permitiría al Gobierno de la nación ejercer de algo más que de mero espectador de lo que hacen los demás. Pero para eso hay que querer, y Moncloa decidió en junio que desde entonces la responsabi­lidad y, sobre todo, el coste político de ejercerla sería de otros. Y así fue hasta el jueves, cuando Pedro Sánchez vio que Isabel Díaz Ayuso, superada por una gestión tan plagada de errores como la del Gobierno central, hincaba la rodilla a través de las palabras del vicepresid­ente madrileño e incómodo coaligado de Ciudadanos, Ignacio Aguado, implorando ayuda encarecida­mente: «es necesario que el Gobierno de España se implique de forma contundent­e en el control de la pandemia en Madrid». Sánchez ya tenía a Díaz Ayuso donde quería: suplicante y menguada. Y, por extensión, humillaba al PP. Batalla política ganada. Otra muesca en el revólver. Pero, mientras unos ganan y otros pierden batallitas políticas de vuelo corto, ¿qué pasa con la pandemia?

La crisis del coronaviru­s ha desnudado varias verdades. Algunas, las conocíamos. Otras, las suponíamos. La primera es que nuestro sistema sanitario es bueno, pero no es el mejor del mundo y, en cualquier caso, se ha demostrado insuficien­te. La segunda es que nuestro sistema productivo es incapaz de sostenerse en pie en cuanto tiembla el suelo. Y esta vez, el seísmo ha resultado devastador. La tercera es que hemos puesto en marcha un Estado autonómico con determinad­as virtudes, pero con una larga lista de defectos. Los campanudos llamamient­os a la cogobernan­za suenan conmovedor­es, cuando es inevitable que nos asalte la duda de si algunos dirigentes no se habrán marcado como objetivo principal, por encima de resolver los problemas, obtener victorias políticas frente a sus adversario­s. A menudo, en España la politiquer­ía tiende a imponerse sobre la gestión.

Nuestro sistema sanitario es bueno, pero no es el mejor del mundo y, en cualquier caso, se ha demostrado insuficien­te

Hemos puesto en marcha un Estado autonómico con determinad­as virtudes, pero con una larga lista de defectos

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