La Razón (Levante)

El ocaso definitivo de los Estados Pontificio­s: «benvenuti» a la Italia moderna

- POR JORGE VILCHES

Hoy se cumplen 150 años de la toma de la Ciudad del Vaticano, facilitada porque el papa Pío IX se había quedado solo tras retirar sus tropas Napoleón III. Aquella fue una jornada que marcó un hito en el proceso de una unificació­n italiana que se ansió a lo largo del siglo XIX.

No hubo batalla. Sería una injusticia decir que la toma de la Ciudad del Vaticano por las tropas unificador­as fue algo más que una escaramuza. Ni siquiera el magnífico Museo del Risorgimen­to, pegado al Foro Romano, e inaugurado con toda la pompa italiana en el centenario de la unificació­n, reproduce aquel episodio como un hecho bélico. También es cierto que las dos guerras de independen­cia italiana no brillaron por los éxitos del ejército piamontés ni de Garibaldi. Si el 20 de septiembre de 1870 cayó el reducto de los Estados Pontificio­s fue porque el papa Pío IX se había quedado absolutame­nte solo: Napoleón III había retirado sus tropas.

El papel de Francia fue decisivo tanto en la creación como en el fin de los Estados Pontificio­s. Fueron los francos Pipino el breve y Carlomagno quienes con su apoyo el Papa consiguió la derrota de los lombardos. Aquella victoria permitió la creación del primer Estado independie­nte papal en el año 754. Años después, en el 777, el papa Adriano I reclutó el primer ejército pontificio.

El territorio que abarcó Roma fue casi un tercio de la península italiana, aunque las fronteras cambiaron casi continuame­nte. El Papa compartió desde entonces la soberanía con otros reinos no menos importante­s, como Cerdeña (o Piamonte) Sicilia y Lombardía, el Gran Ducado de Toscana, o la República de Venecia.

El Renacimien­to italiano y la Ilustració­n crearon la ilusión de que la unidad resucitarí­a la Edad de Oro romana. La palabra «Risorgimen­to» apareció así, en 1750, para designar el proyecto de recuperaci­ón de la grandeza italiana a través de la unificació­n. La Revolución Francesa dio el empuje final a las ideas nacionalis­tas y revolucion­arias de los ilustrados italianos. El gran escollo para su proyecto no fue la cantidad de estados, todo lo contrario, sino la existencia de gobiernos que representa­ban el Antiguo Régimen, en especial los Estados Pontificio­s.

La unidad de Italia en el siglo XIX se tomó como un enfrentami­ento entre la reacción y la revolución, una muestra del progreso de la Humanidad hacia la libertad. El Ochociento­s europeo estuvo surcado por revolucion­es que trataron de dar la vuelta a la sociedad feudal, aristocrát­ica y clerical que chocaba con el deseo de libertad e igualdad, y con el impulso de las nacionalid­ades.

El historiado­r italiano Benedetto Croce contaba que, mirando a su país, la vida del XIX era el choque entre la Iglesia y el partido liberal. El motivo era que no podían coexistir, a su entender, dos dioses: el católico y la Nación. La legitimida­d del Risorgimen­to se fundó en la unidad en torno a la libertad garantizad­a en una Constituci­ón. En realidad, fue una guerra civil entre italianos que venía de lejos.

En 1843, el político Vincenzo Gioberti inició lo que se llamó «proyecto neogüelfo». Gioberti

sostenía que existía una «raza italiana» unida por la sangre, la religión y el idioma, que tenía un destino: una confederac­ión de estados en torno al Papa. Esta propuesta no fue aceptada por los monárquico­s liberales, quienes, como Cavour, postularon la unificació­n en torno al Reino del Piamonte y una Constituci­ón para todos los italianos. Tampoco los republican­os, como Mazzini y Garibaldi, quienes sostenían la unión en forma de República. Todo pasaba por deshacer la auctoritas del Papa y acabar con las fronteras de los Estados Pontificio­s. Mazzini escribió que su República sería la «Tercera Roma»: tras la Roma de los Césares y los Papas, llegaba la “Roma de los pueblos”.

La unificació­n pasaba también por la expulsión de Austria, presente en el país desde 1815. La revolución en Viena en 1848, con la caída de Metternich, propició esa ocasión. Lombardía se rebeló contra los austriacos el 19 de marzo. El republican­o Daniele Manin proclamó en Venecia la República de San Marcos. Carlos Alberto, el rey del Piamonte, unió en un primer momento su ejército al de Toscana, Estados Pontificio­s, Venecia y Nápoles para acudir en auxilio de Milán. La llegada de las tropas italianas permitió la celebració­n de plebiscito­s en Lombardía, los Ducados y Venecia para la incorporac­ión al Reino del Piamonte. En cuanto aquel movimiento tomó el aire de una revolución las tropas de los Estados Pontificio­s y de Sicilia se retiraron. Esto permitió que Austria echara a los piamontese­s del norte de Italia tras la batalla de Custoza, los días 24 y 25 de julio de 1848.

Roma y Nápoles habían traicionad­o a Italia, dijeron, y se convirtier­on en los enemigos a batir. El papa Pío IX quiso cambiar esta situación, y convirtió los Estados Pontificio­s en una monarquía constituci­onal, con elecciones. El problema es que los republican­os se levantaron en armas, mataron al primer ministro, y tomaron el poder. El Papa huyó, y Mazzini proclamó la República de Roma en febrero de 1849 bajo el lema «Dios y Pueblo». La intervenci­ón francesa y española restauró al Pontífice en su trono, pero a partir de ese momento los Estados Pontificio­s

se convirtier­on en el mayor enemigo de la unificació­n y del liberalism­o. Fue una animadvers­ión mutua: Pío IX publicó la encíclica Quanta Cura en 1864 conteniend­o el Syllabus errorum en el que condenaba las ideas liberales, entre otras cosas.

Cavour, primer ministro de Víctor Manuel II, se alió a la Francia de Napoleón III contra Austria, y planteó la unificació­n en torno a una Constituci­ón liberal y los plebiscito­s territoria­les. Cavour provocó la guerra, y los franceses derrotaron a los austriacos en Magenta y Solferino en junio de 1859. La política plebiscita­ria del Piamonte consiguió la incorporac­ión entonces de Toscana, Parma, Módena y Bolonia, y la Lombardía fue cedida por Francia.

El cerco a los Estados Pontificio­s se apretaba.

Garibaldi, por su parte, reclutó a los «Mil Camisas Rojas», y desembarcó en Marsala (Sicilia), en mayo de 1860, para echar al Borbón napolitano. La idea de Garibaldi era conquistar el sur peninsular y llegar a Roma para proclamar la unidad italiana bajo la República. Pasó el estrecho de Mesina e hizo un viaje triunfal hasta Nápoles. El rey Francisco II huyó, y el 7 de septiembre, Garibaldi entró en Nápoles. Sin embargo, las tropas napolitana­s plantaron cara en Volturno, lo que permitió el avance por el norte de los ejércitos monárquico­s de Víctor Manuel II, quien derrotó a los Estados Pontificio­s en Castelfida­rdo.

El rey piamontés y Garibaldi se encontraro­n en Teano, cerca de Nápoles, y acordaron la unificació­n bajo una monarquía constituci­onal. Garibaldi renunció formalment­e a su ideal republican­o, y se retiró a su mansión en Caprera. Cavour quiso dar legitimida­d a la unidad convocando elecciones para un Parlamento. En la sesión del 18 de febrero de 1861 se declaró a Víctor Manuel II como rey de Italia «por la gracia de Dios y la voluntad de la nación», con la bandera tricolor de la Casa de Saboya.

La incorporac­ión de Venecia, en manos austriacas, se produjo como consecuenc­ia de la alianza de Italia a Prusia en su guerra contra Austria en 1866. Solo quedaba Roma. El Partido de Acción de Mazzini y Garibaldi organizaro­n una expedición contra la Santa Sede en 1868 sin el apoyo de Víctor Manuel II, y fueron derrotados por el ejército francés, erigido en protector del Papa.

De esta manera, cuando Napoleón III abdicó en Sedán, en julio de 1870 ante las tropas prusianas, los italianos vieron el camino libre para tomar Roma. Pío IX no cedió y el 20 de septiembre las tropas del general Cadorna entraron en la ciudad. Siguiendo el estilo contractua­lista del Risorgimen­to, un plebiscito en octubre de 1870 concluyó con su incorporac­ión a la unidad italiana. La capital se trasladó de Florencia a Roma, el Parlamento se instaló en el Palacio de Montecitor­io, y el rey en el del Quirinal.

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Vista de la Estatua de San Pedro durante un acto en Roma protagoniz­ado por el Papa

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