Una inteligencia artificial surcará los océanos
Estudiará el cambio climático, los microplásticos y otros peligros. Bautizado como Mayflower en honor a su histórico tocayo, este barco permitirá estudiar la crisis ecológica que vivimos, pero de una manera diferente
El 6 de septiembre de 1620 el Mayflower partió del puerto inglés de Plymouth. En él viajaban más de cien personas, peregrinos que abandonaban su antigua tierra con la esperanza de prosperar en un nuevo mundo al otro lado del océano Atlántico. Algo más de cuatro siglos después, el Mayflower vuelve a salir de Plymouth, solo que está muy cambiado. En lugar de viento, se propulsa usando una mezcla de energía solar y combustible, aunque lo realmente diferente, en lo que más ha cambiado, es en que aquel centenar de tripulantes se ha reducido drásticamente. El nuevo Mayflower cuenta con cero humanos a bordo. Estamos ante un barco enteramente controlado por inteligencia artificial y cuya misión es luchar, a su modo, contra los mayores peligros de nuestro tiempo.
Atípico por dentro y por fuera
Para ser completamente sinceros, el panorama parece sacado de la ciencia ficción. Un barco que se pilota a sí mismo y que, alimentado por la energía del Sol, estudia cómo estamos contribuyendo a desequilibrar el clima de un planeta entero. Pero, suene a lo que suene, esa es la pura (y dura) realidad. Desde que partió del puerto inglés el 16 de septiembre ya han pasado cuatro días. Poco más de media semana en la que todavía no ha podido demostrar todo aquello de lo que es capaz, pero durante la que ha cumplido con todas las expectativas puestas en el proyecto.
Si preferimos ponerlo en cifras, este nuevo Mayflower es, más o menos, la mitad de grande que el original. Los 30 metros de eslora que surcaron el Atlántico en 1620 han pasado a ser 15. De 180 toneladas ha mermado pasando a pesar poco más de 5. En lugar de un gran casco con su característica quilla, la embarcación «inteligente» es un trimarán para reducir su contacto con el agua y mejorar su eficiencia energética, reduciendo su impacto medioambiental. Dicho con otras palabras, eleva parte de la embarcación por encima del nivel del mar sosteniéndola sobre tres puntos: un estrecho casco central y un par de cuerpos laterales que, como brazos, se proyectan hacia los lados del cuerpo.
En cuanto a la tecnología punta, el barco es producto de ProMare, IBM y un consorcio global de socios. Cuenta con nada menos que seis cámaras y treinta sensores que registran infinidad de datos en tiempo real. Esta es la clave del proyecto, que entre todos son capaces de captar suficiente información como para que, tras ser analizada por una inteligencia artificial, esta pueda tomar una decisión correcta sobre cómo navegar el barco. Y lo cierto es que, dicho así, parece que habláramos poco menos que de todo un capitán de barco digital. Un programa que no solo cumple bien con su cometido, sino que sabe lo que está haciendo, y tiene voluntad y consciencia, pero, a riesgo de decepcionar a más de uno, nada más lejos de la realidad. La ciencia ficción nos ha transmitido ideas muy deformadas de lo que es realmente una inteligencia artificial.
Nos las presentan como mentes digitales autoconscientes y de un intelecto tal que es inevitable que se acaben levantando en contra de sus propios creadores, sometiéndoles bajo su yugo de silicio y electricidad. Ejemplos famosos que han nutrido el imaginario colectivo son «Terminator» o «Matrix». Otras personas, más moderadas, tienden a asociar la inteligencia artificial con robots que están aquí para quitarnos el trabajo, pero esto tampoco es preciso.
La inteligencia artificial no son robots del mismo modo que un programa informático no es un ordenador o un teléfono. Aquello a lo que llamamos inteligencias artificiales son programas informáticos capaces de aprender para así mejorar su rendimiento o incluso para enfrentarse a retos para los que no han sido programadas. Son programas que pueden estar diseñados bien para controlar un robot (como un dron), bien para recomendarte las películas más afines a tus gustos. Porque, efectivamente, la inteligencia artificial ya está por doquier, y su relación con la robótica no es ni siquiera la vertiente principal de la disciplina.
¿Algo esotérico?
No obstante, todo eso de «aprender» también puede sonar algo esotérico, pero si olvidamos las connotaciones tan humanas que tiene el concepto, de lo que realmente estamos hablando es de pura matemática. Las redes neuronales artificiales, por ejemplo, son una forma a través de la que podemos hacer que las máquinas aprendan. Estas se suelen describir mediante analogías con el funcionamiento de nuestro cerebro. De hecho, su propio nombre se inspira en las células más famosas de nuestro sistema nervioso: las neuronas.
Sin embargo, su verdadera estructura carece de cualquier cosa remotamente parecida a una neurona. Se trata de matrices, aquellos paréntesis rellenos de filas y columnas de números que se enseñan en los institutos y a las que los estudiantes acusan de inútiles para la vida real. Eso son, matrices que se multiplican, suman y restan de la forma correcta para revelar algunas propiedades interesantes de lo que se conoce como álgebra lineal. Algo que no es más que el conjunto de reglas que se sigue para poder operar con las dichosas matrices en lugar de con los números de toda la vida. En el caso del Mayflower estamos ante algo parecido, matemáticas sin voluntad y que están muy lejos de entender realmente su cometido o su relación con el mundo. Eso sí, ¡qué matemáticas!
Sea como fuere, se acerca la pregunta de rigor: ¿todo esto para qué? La respuesta en este caso es mucho más sencilla que con otras investigaciones. Por un lado, diseñar un barco que se pilota a sí mismo siempre supone una buena publicidad para una empresa relacionada con la inteligencia artificial; es una manera de demostrar a lo grande aquello de lo que son capaces. Por otro, comprometerse a estudiar uno de los mayores problemas de nuestro siglo trae consigo muy buena prensa.
Hace décadas que contamos con datos que atestiguan la existencia de un problema climático de origen, al menos, parcialmente humano. Datos que se han ido afinando año a año, mostrando cómo el impacto de nuestra civilización en el medio ambiente está propiciando un cambio brusco de las temperaturas de todo el planeta. Algo que, si bien puede parecer cosa menor, altera a su vez los hábitats, la fertilidad de los suelos y las corrientes marinas que sustentan buena parte de las plantaciones y caladeros de los que nuestra alimentación depende. El cambio climático es real y necesitamos entenderlo antes de que sea demasiado tarde.
El problema es que investigar esto es caro, en especial, cuando requiere de estudios en el océano que precisan contratar a toda una tripulación. Crear barcos capaces de pilotarse y realizar los experimentos más básicos permitiría, en teoría, aumentar sobremanera nuestra capacidad para recoger información sobre la situación climática. De este modo mejoraríamos la resolución con la que vemos el problema, permitiéndonos abordarlo con más garantías de éxito y atajarlo antes de que siga empeorando.
Mamíferos y microplásticos
En la misma línea, el Mayflower estará estudiando durante los próximos seis meses el estado de algunas especies de mamíferos marinos (como las ballenas o las focas) o incluso la presencia de microplásticos en el agua. Estos últimos son especialmente importantes, ya que se trata de plásticos diminutos que son ingeridos por algunas especies y que se van acumulando en el cuerpo de sus depredadores, entre los cuales nos contamos nosotros. Es lo que se conoce como bioamplificación y no solo sucede con los plásticos, sino también con los metales pesados, como el mercurio o el plomo.
Una vez cumplidos este tiempo de investigación, cuando llegue la primavera de 2021, el nuevo Mayflower seguirá los pasos de su trastatarabuelo, adentrándose en el indómito océano Atlántico con la intención de alcanzar la costa de América. Cuatro siglos más tarde, con un cascarón y una tripulación diferentes, pero compartiendo un mismo espíritu, el de explorar lo que todavía desconocemos.