La Razón (Levante)

Un farsante llamado Banksy

Parece un antisistem­a, pero en realidad es arte capitalist­a: oponerse al sistema es solo el anzuelo

- POR PEDRO ALBERTO CRUZ

Para gran parte del público, Banksy es el paradigma del artista contracult­ural: tanto por los temas que trata –conflictos bélicos, inmigració­n, anticapita­lismo– como por la imaginería ideada para representa­rlos – imágenes de lectura rápida y con una atractiva paradoja–, se ha convertido en un icono mundial, una suerte de gamberro con ética capaz de ganarse la simpatía de decenas de millones de personas a lo largo del planeta. Pero, en realidad, todo lo que rodea a Banksy es un dispositiv­o industrial perfectame­nte articulado para exprimir al máximo el sistema económico que sus trabajos a priori critican.

Un producto más

Su obra es la síntesis perfecta de la estética «indie» y de Walt Disney: un proyecto de arte alternativ­o popular, con inmediata capacidad de globalizac­ión. Si Banksy encarna el prototipo del artista contracult­ural contemporá­neo, la primera y triste conclusión a la que se llega es que la contracult­ura no pasa de ser otro producto más del «mainstream». Desde los orígenes de la Modernidad, los artistas –Courbet, el primero de ellos– se percataron de que la rebeldía vendía: cuanto más te opoa nes al sistema, éste más te desea y tus obras crecen en valor.

Banksy, en este sentido, es una farsa de la que, poco a poco, se conocen sus verdaderas intencione­s. El último episodio de su particular historia «todo por la pasta» lo ha protagoniz­ado a propósito de una de sus obras más icónicas: «Flower Thrower», realizada en 2003 sobre un muro de Jerusalén. En ella, se muestra a un hombre con una máscara y en posición de arrojar una bomba en medio de un disturbio; solo que, en lugar de un explosivo, lo que se dispone a lanzar es un ramo de flores. Ejemplo sin parangón del pacifismo de estirpe Lennon-Ono con el que Banksy se ha instalado en el imaginario de todo el mundo, esta pieza ha supuesto un quebradero de cabeza para el británico a cuenta de su «copyright». De hecho, el tribunal que juzgaba la causa le ha arrebatado los derechos de imagen de «Flower Thrower». El fallo, emitido por la Oficina de Propiedad Intelectua­l de la

Unión Europea a principios de esta semana, se produce después de una batalla legal con la empresa de tarjetas Full Color Black, que impugnó los derechos de marca registrada de Banksy.

Durante este largo proceso, inauguró una tienda temporal en Croydon –en el sur de Londres–, en la que se vendían algunas de sus creaciones más emblemátic­as –entre las que se encontraba «El lanzador de flores». El objetivo de este montaje comercial no era otro que cumplir con los requisitos exigidos por la Unión Europea para el reconocimi­ento de la categoría de «marca comercial». Sin embargo, ninguna de estas argucias legales ha servido Banksy para alzarse vencedor en los tribunales.

La pregunta que se deriva de esta exposición de hechos es: ¿qué inconvenie­nte hay en que un artista reclame los derechos de reproducci­ón de una imagen creada por él? Desde luego, y si éste es el único punto a debatir, no existe reparo alguno. El problema es que el artista en cuestión no es uno cualquiera, sino el mismísimo Banksy. Y, claro, tratándose de él y del personaje en el que se camufla, la historia se complica considerab­lemente. La primera cuestión: ¿no resulta un contrasent­ido que un artista que se autoprocla­ma como contracult­ural invierta tantos esfuerzos en preservar los derechos de explotació­n de su obra? ¿Puede ser la contracult­ura una «marca» y, por tanto, rendirse al juego del sistema que combate: el de la cultura como especulaci­ón? No en vano, «Flower Thrower» apareció reproducid­a, en 2006, en la portada del libro «Wall and Piece», en el que el artista exhortaba a desobedece­r la ley de marca comercial y de «copyright». En aquel entonces, Banksy considerab­a que el «copyright es para perdedores», y animaba a quienes así lo desearan a descargars­e sus obras para emplearlas con fines activistas.

Por otro lado –y así se lo ha hecho ver el tribunal europeo que ha emitido el fallo–, no tiene sentido que un artista anónimo, alguien sin identidad conocida, solicite un «copyright». Es más, su fama mundial proviene de grafitis realizados sobre muros y espacios a cuyos propietari­os no solicitó ningún permiso. Si jugamos al vandalismo –aunque sea de clase y con «glamour»–, luego no se puede exigir el amparo de la ley. Y es que ahí está la gran contradicc­ión de un personaje como Banksy: su deseo de convertir su aura de antisistem­a en una marca comercial –esto es, en un producto del sistema. Desde luego, no se trata ni del primer ni del último artista etiquetado como «político» que patina en este terreno tan resbaladiz­o. Pero, aunque la casuística de la «contracult­ura capitalist­a» es abundante, el «caso Banksy» resulta especialme­nte sangrante porque, además, quiere convertir su anonimato social en una beneficios­a «identidad legal». Banksy es una farsa. Y, afortunada­mente, los elementos que la desmontan comienzan a acumularse.

Como parte de la «contracult­ura capitalist­a», Banksy quiere convertir su anonimato en beneficio

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Arriba, «Flower Thrower», de Banksy, en una pintada mural; debajo, enmarcada antes de ser vendida en subasta
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