Golpe a golpe, verso a verso
AlaAla luz de la Ley de Memoria Democrática, podemos preguntarnos: ¿cómo hubiera sido en nuestro país el juicio de Lluís Companys si se hubiera realizado hoy? La respuesta más evidente y obvia es que no demasiado diferente del juicio que presenciamos hace poco por el 1-O. A los independentistas y a los miembros de ERC les molesta mucho que se recuerde, pero el hecho inevitable es que, desde el punto de vista objetivo y técnico, Companys recurrió al golpismo. Si observamos las transcripciones de las declaraciones que hizo Companys a la población por Radio Barcelona, especialmente la del sábado 6 de octubre de 1934 a las ocho de la tarde, se puede comprobar que proclamó un estado dentro de la supuesta República Federal Española, ofreció asilo al gobierno provisional que se formara y, además, anunció que rompía relaciones con el gobierno central situado en Madrid. De Radio Barcelona se decía entonces que era la emisora «informada» por la Generalitat; es decir, la TV3 de su época. La gran parte de los periodistas y analistas de la época que escucharon esos discursos, incluidos muchos de los afines al catalanismo, se llevaron las manos a la cabeza. Juzgaron que las palabras de Companys equivalían, ni más ni menos, que a una declaración de guerra. Todo un poema. Companys hacía que la Generalitat forzara al gobierno central a la violencia, cosa que jamás el gobierno central hubiera tenido la desgraciada ocurrencia de hacer de igual manera con ella. Así lo escribió aquellos días el periodista catalanista Gaziel en La Vanguardia.
Por tanto, en un juicio actual de Companys lo que sí hubiera cambiado mucho con respecto al 1-O es la calificación del delito. Ni todas las Dolores Delgado del mundo con su influencia hubieran conseguido que se rebajara la calificación de la pena, porque no cabrían ambigüedades. Cuando hablamos de golpismo y de Golpe de Estado, la definición más aceptada sigue siendo la de Kelsen que lo define como la sustitución de un orden jurídico por otro a través de métodos ilegales. Eso es un criterio técnico y objetivo. Con lo cual, dejando aparte esa discutible calificación de la fiscalía, un juicio actual por los actos de Companys no hubiera diferido en nada demasiado significativo de los procedimientos y actuaciones que se dieron en el juicio del «procés». Sí hubiera diferido mucho, en cambio, tanto del juicio que lo condenó en junio de 1935 a treinta años de prisión e inhabilitación absoluta como también hubiera estado a años luz, abismalmente, del consejo de Guerra que lo sentenció el 14 de octubre de 1940 a morir fusilado después de la Guerra Civil. En 1935, el Tribunal de Garantías Constitucionales fue riguroso con él, pero en absoluto injusto. Companys había vulnerado la Constitución de aquel momento, pero además había incitado irresponsablemente a las armas de tal manera que se provocaron enfrentamientos a tiros en las calles entre policías regionales y militares. Se dijo que había sido su consejero Badia el que le había desbordado, armando en la calle a comandos paramilitares independentistas (los somatenes) sin su consentimiento. Pero el propio Companys selló su destino al no oponerse a esa locura sino, todo lo contrario, respaldándola con su discurso y provocando que ya no tuviera remedio. Hizo suyos los terribles acontecimientos, quizá para no sentirse perdiendo autoridad, y desde ese momento se convirtió moralmente en responsable de los derramamientos de sangre que se dieron a continuación.
Consciente de ello, se negó a huir al estilo Puigdemont, a pesar de que su consejero de Gobernación, Dencàs, un filofascista que también había tenido que ver con los paramilitares, lo hizo por las alcantarillas y le propuso que le acompañara. Cuenta la leyenda que Dencàs quedó tan cubierto de heces que tuvo que pedir un cambio de traje para proseguir la escapada. Companys quiso ahorrarse el cubrimiento de heces, esta vez morales, y se quedó. Sabía que, en las siguientes elecciones, en cuanto ganara la izquierda, sería indultado.
Hoy en día, en una sociedad menos tensada a lo drástico, la severidad hubiera sido probablemente menor y tampoco ningún gobierno se hubiera podido permitir arriesgarse electoralmente a indultar. Hubiéramos visto los voceros de siempre que madrugan para colocarse en la entrada del juzgado, pero poco más. Sí que se habría evitado, sobre todo, la barbaridad de lo irreversible que vino luego. Ni Tejero, ni Junqueras o Turull han visto peligrar en ningún momento sus vidas. La pena de muerte fue ya desterrada de nuestro país. Ningún delito merece castigos irreversibles; ese es el punto básico para atacar esa pasmosa superstición de que hay unos golpismos buenos y otros malos. Así se ha conseguido la asignatura pendiente de la Historia española de los últimos tres siglos: afianzar sólidamente en España un régimen liberal y democrático.
«Ni todas las Dolores Delgado hubieran conseguido rebajar la calificación de la pena»
«Se negó a huir, a pesar de que su consejero de Gobernación lo hizo por las alcantarillas»