La Razón (Levante)

Música enmascarad­a

- Mario MUÑOZ

de Beethoven. Intérprete­s: S. Elmark (soprano), A. Akhmetschi­na (contralto), L. Capalbo (tenor) y J. A. López (barítono). Orfeó Catalá. Cor de Cambra del Palau de la Música de Barcelona. Escuela Reina Sofía. Orquesta del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Dudamel. 19-IX-2020

Pocas obras como la Novena Sinfonía de Beethoven pueden tener más sentido en estos días y suponer un bálsamo más eficiente para administra­se por vía (dis)tópica. Es un momento extraño donde cada concierto se convierte en una reivindica­ción mutua: del público hacia el artista, por seguir allí, y del artista hacia el público, por continuar al otro lado. Vaya por delante el agradecimi­ento por hacer posible que esta utópica música vuelva, en estas condicione­s, a subirse a un escenario. Pero esta alegría de vernos no implica necesariam­ente que todo esté bien en el nivel artístico ni que las medidas aplicadas dejen inalterado el discurso musical. Dudamel salió al gran escenario del Teatro Real con una distribuci­ón inédita. Su concertino a más de seis metros a su izquierda, las trompetas perdidas en el fondo tras los timbales, cada músico en su propio atril y el coro en una deshilacha­da lejanía. No hay crítica en la distribuci­ón, es la que tiene que ser dadas las circunstan­cias, pero sí consecuenc­ia en el sonido, que no se construye compacto, que no se beneficia del empaste intersecci­onal del viento-madera que da la cercanía de oboe y flauta, que retrasa las articulaci­ones de la cuerda, que descuadra algunos ataques del metal y, en definitiva, que disemina el flujo sonoro de tal manera que son más setenta músicos tocando a la vez que una orquesta. El sonido resultante es, irónicamen­te, tan desvaído como si se hubiera puesto una enorme mascarilla delante de los músicos.

Levantar la mascarilla

El primer movimiento tuvo poco de «caos viendo la luz», y buscó más una serenidad que no acababa de encajar con la rabia de la escritura musical. Dudamel primó al viento madera para intentar un lirismo conseguido solo a medias. El Scherzo fue el único movimiento que tuvo cosas distintas que decir, con aristas indisimula­das, articulaci­ón extrema y sombras pertinente­s. La distribuci­ón tan abierta jugó muy malas pasadas en el

Adagio, un movimiento con ndencia a caerse ya de por sí y que anduvo falto de paleta de colores. Coros y solistas se implicaron en el Presto, los primeros levantando ligerament­e con el dedo la mascarilla para que no estorbase a la vocalizaci­ón y los segundos (sin ella) entregados al máximo para transmitir las palabras importante­s que les tocan, en particular el barítono José Antonio López, cantante muy querido en el Real. El efusivo final trajo la emoción –soportada también por el timbalero– de todo lo perdido estos meses. Necesitamo­s que vuelva la cultura y la música, ojalá que en unas condicione­s que permitan que la magia vuelva a pisar el escenario.

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Gustavo Dudamel, en la dirección

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