La cárcel de Instagram
MeMe cuenta una amiga que desde que se separó dedica a las redes tres horas diarias. «A veces cuatro», me confiesa. «Aunque me niego a contarlas, porque ¿qué tiene de malo?».Le pregunto si es muy activa. Si sube muchos stories y publica muchas noticias en su muro…, pero parece que no, que lo que le gusta es mirar. «Pero no miro cosas raras, ¿eh?» –me dice para consolarse de su obsesión por seguir la vida de otros, tratando de mirar de reojo los reels que no puede ver mientras conversamos–.
Instagram ha dignificado el voyerismo no sexual. Ahora parece que andar fisgoneando los comportamientos ajenos es parte de la normalidad. Incluso otorga una cierta importancia a los que lo hacen, porque sin ellos, los que enseñan no obtendrían su recompensa:
«Ha dignificado el voyerismo no sexual; fisgonear es normal»
ese like, ese comentario, ese saber que hay alguien interesado en lo que exhiben. Aunque parezca que los que muestran están más valorados socialmente que los que miran, lo cierto es que ellos viven igual de pendientes de las redes. Según los expertos, en muchos casos es una forma de engañar a la soledad. O de difuminar los vacíos de la propia existencia. Sin embargo, no suele resultar efectiva, ni en un caso ni en otro.
Y no solo porque los amigos en las redes suelen ser efímeros, sino porque centrarse en lo que hacen otros nos hace sentir fuera de lugar, y buscar la atención de los demás termina creando dependencia de ella. Son dos celdas distintas, pero una sola cárcel. La cárcel de Instagram.