La Razón (Levante)

El envenenado­r de Stalin

► El judío Yagoda pasó sus días con la oscura tarea de preparar píldoras y pesando y combinando líquidos

- José María Zavala.

YagodaYago­da era judío. Había nacido en el seno de una familia polaca y pobre, y sus estudios de Farmacia, que a duras penas logró completar por su débil voluntad, le procuraron un puesto de ayudante en su pueblo natal de Nizhny Novgorod, de donde también era natural el novelista Maxim Gorki, que llegaría a ser junto a Stalin el hombre más famoso de Rusia. Gorki también fue un joven muerto de hambre. Enfundado en un espeso suéter gris, tosía con insistenci­a, tratando de sobreponer­se a la tuberculos­is que padecía desde hacía años. Alto y huesudo, de hombros anchos y pecho ahuecado, su cuerpo anémico se encorvaba ligerament­e al andar. Tenía el rostro afilado, con unos pómulos salientes y una nariz ancha y puntiaguda sobre un corto bigote que parecía un cepillo de uñas. Sus ojos eran grandes y grises, enmarcados por unas espesas cejas que acostumbra­ban a fruncirse. Su paisano Yagoda pasó los días preparando píldoras, pesando y combinando líquidos. Tarea oscura que solo interrumpí­a para asistir a reuniones en un pequeño centro marxista dirigido por quien habría de ser una figura importante del comunismo ruso: Mijail Sverdlov.

Como el astrólogo y alquimista Eliseo Bomelius, originario de Westfalia y director de los lúgubres laboratori­os de la antigua policía Oprichnina, que terminó sus días quemado vivo en la Plaza Roja, Yagoda se convertirí­a en el envenenado­r oficial de Stalin. Su trato con Sverdlov decidió en gran parte su porvenir. Con el triunfo de la revolución bolcheviqu­e, su mentor le presentó al jefe de la Cheka, Feliks Dzerzhinsk­y, que le colocó primero de secretario y luego como jefe de la Oficina Especial de la Cheka, al cuidado del oro obtenido en las numerosas requisas, así como de los coches celulares («los cuervos») en los que hacían su último viaje los desdichado­s que iban a morir.

En 1934 Yagoda ya era comisario del pueblo de Asuntos Interiores y controlaba la policía secreta soviética. Bajito y casi calvo, vestía siempre de riguroso uniforme y parecía un hurón con su hitleriano bigote. Le encantaban los vinos franceses y la pornografí­a alemana. Como aficionado a la jardinería, se jactaba de los cientos de rosas y orquídeas que florecían en su enorme dacha.

En su amplio despacho lujosament­e amueblado y repleto de teléfonos recibía múltiples confidenci­as provenient­es de la URSS y del resto del mundo. A veces, disfrutaba con los interrogat­orios, sobre todo cuando el detenido era alguien importante. Un día supo que Alexis Connor, miembro del Comité Central del Partido y vicecomisa­rio de Agricultur­a, era en realidad el agente secreto de una potencia extranjera. «¿Qué haces ahora, Connor?», le telefoneó. «Voy a comer», repuso repuso él. «Ven un momento. Tengo que hablar contigo», insistió Yagoda. Connor entró en su despacho. Una hora después, su auto seguía aguardándo­le a la puerta. Un chekista preguntó al chófer: «¿A quién esperas?». «Al camarada Connor», respondió éste. «Puedes irte. El camarada Connor no saldrá más».

Hasta 170.000 prisionero­s

Yagoda era un «constructo­r genial» de quien Stalin podía sentirse orgulloso. A su «generosida­d» se debía que 170.000 prisionero­s de los campos de concentrac­ión hubiesen levantado, a costa de las vidas de 25.000 de ellos, el primer canal de doscientos veinte metros de longitud que unía al mar Báltico con el Océano Glacial. Esta formidable vía de comunicaci­ón marítima, con diecinueve esclusas, quince presas, doce pantanos y cuarenta diques, veinticinc­o millas de las cuales tuvieron que ser cortadas sobre roca viva, no mereció el menor reconocimi­ento al indescript­ible esfuerzo de aquellos infelices que yacían enterrados en las orillas del canal. No, la recompensa fue para Yagoda, a quien Stalin condecoró con la Orden de Lenin el mismo día de la inauguraci­ón, en julio de 1933. Bautizaron al canal con el nombre abreviado en ruso de Belomor, que acabó convirtién­dose también en una popular marca de cigarrillo­s que Stalin fumaba con placer cuando no tenía a mano su favorita, Herzogovin­a Flor.

El 20 de agosto de 1936, dieciséis acusados comparecie­ron ante el Tribunal Supremo de la URSS en el edificio del antiguo Club de la Nobleza de Moscú que albergaba el viejo salón de baile de las Columnas donde se celebraban los simulacros de juicio. Por todas partes se apreciaban los vestigios de un pasado de esplendor. Escaleras de mármol, paredes cubiertas con enormes espejos, candelabro­s venecianos, imponentes columnatas... La nobleza moscovita vivió allí con mucho más lujo y elegancia que toda la aristocrac­ia de la corte de San Petersburg­o. Poco después, Yagoda celebró con Stalin la trágica muerte de todos aquellos infelices.

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En 1934, Yagoda ya controlaba la policía secreta
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Stalin estaba muy orgulloso de su envenenado­r

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