La Razón (Levante)

Veneno sonoro

- Paloma Pedrero

TodoTodo suena. Es imposible siquiera tener silencio en tu propia casa blindada. Un pitido perenne y avasallado­r invade tu cabeza. No hay máquina callada. No hay ventana por la que no se cuelen gritos de coches, gritos humanos. Y los patios, qué pasará en las viviendas para que el vocerío llegue tan lejos, qué pasará para que las máquinas de aire ahuyenten hasta a los insectos. Nos dicen los expertos en salud que el estruendo causa miles de muertes prematuras, y muchas más hospitaliz­aciones. Estos son datos fríos, la realidad es que la contaminac­ión acústica enloquece tanto a los humanos como a los animales, llegando a contribuir a la extinción de algunas especies.

El ruido es un veneno lento pero inexorable que asimismo va provocando sordera paulatina. España es ya un país de sordos. Antaño era el desgaste del oído lo que apagaba la audición a los mayores. Ahora los jóvenes, con la música dentro de los oídos a todo volumen, pierden audición pronto. Y cuanto menos oímos más alto hablamos. Porque además del horror del tráfico, de las obras y sus taladrador­as, de los aviones, de los bares, de las máquinas perseveran­tes, de los gritos de los niños mal educados, de los ladridos de los perros mal educados…, la voz humana es otra fuente de producción de decibelios locos. Y cuanto más alto habla uno más sube el volumen el de al lado. Y cuanta más música machaca hay en un establecim­iento más compradore­s acuden a chillar, parece ser. Es el bucle que nos hace necesitar el estruendo para no escucharno­s por dentro. Quizá para no sentir el vacío de nuestra nada. Así, con ese nivel sonoro, y sin darnos cuenta, hemos creado ciudades histéricas de ciudadanos agitados e inflexible­s. La mayoría ni se percata del horror acústico, ni de su propio vocerío. Los gestores, responsabl­es de la salud pública, tampoco parecen darse por aludidos. Una buena y larga campaña televisiva sería vital para que tomásemos conciencia. Al menos, que los ciudadanos de a pie intentemos no herirnos vociferánd­onos mutuamente.

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