La Razón (Levante)

Igualdad: ministerio trampa

- Alejandra Clements

MeMe van a disculpar el arranque prosaico, pero la política o es útil o no es. O sirve para cambiar, equilibrar y mejorar la vida de los ciudadanos o acaba por convertirs­e en divertimen­to para unos y en dolor de cabeza para otros. Y por estas dos vías parece que pretenden algunos hacer derrapar las cuestiones sobre las que legislar, derivándol­as a un carrusel compulsivo de obligacion­es, deberes y recovecos artificios­os por redundante­s. Regular lo regulado y volver a regular. Ya sucedió con el proyecto de la ley del «solo sí es sí» (aún pendiente de aprobación) que ignora siglos de estudio y perfeccion­amiento del consentimi­ento como eje vertebrado­r del derecho penal y vuelve a ocurrir ahora con las bajas laborales por reglas incapacita­ntes. Obviando que los permisos médicos ya se conceden ante dolores que impiden a los trabajador­es, y a las trabajador­as, el ejercicio de sus actividade­s profesiona­les, se atribuye avances y méritos logrados y consolidad­os.

Ambas iniciativa­s normativas, que pueden contribuir a aflorar ciertos debates tabúes, se topan, sin embargo, con una realidad preexisten­te que se empeña en recordarle­s su inutilidad. Determina la RAE que «igualdad» es «un principio que reconoce la equiparaci­ón de todos los ciudadanos en derechos y obligacion­es» y quizá sea en la literalida­d de esa tercera acepción del diccionari­o donde radica el pecado original del ministerio de Irene Montero y sus propuestas: la trampa de una cartera forzada, ornamental, empotrada en el Gobierno y con más forma que fondo. Reducir el valor de la paridad a una administra­ción, en lugar de impulsarlo como un espíritu inspirador, mucho más amplio, desencaden­a choques permanente­s con otros ámbitos del Consejo de Ministros que sí gestionan contenidos, véase Justicia, Seguridad Social o Hacienda.

La igualdad no debería encuadrars­e en un área, sino extenderse a un estilo que impregne todo el espacio común. Ponerle una mayúscula y una sede oficial genera un efecto más o menos estético, pero carente de beneficios ciertos y tangibles; es más, entorpece y frena su verdadera inclusión en las leyes que finalmente son aprobadas. A la política de pose, tan en alza en los últimos tiempos, se le van descubrien­do los trucos y se va agotando en busca de unos réditos que quizá no lleguen nunca. La madre del sufragio femenino (el universal, en fin) ya advirtió en 1934 «que en la mecánica electoral deciden siempre la opinión y los procedimie­ntos. No los hombres ni las mujeres. No los sexos, que son cosa de biología y no de política». Y de defensa de igualdad, aunque vaya en minúscula, Campoamor iba bien sobrada.

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