La Razón (Levante)

La belleza del caracol

- Cristina López Schlichtin­g

AlAl niño Amadeo, de la minúscula Adrada de Haza (Burgos), lo subieron a un tren y le cambiaron pájaros por adoquines, campos ilimitados por corralas atestadas de vecinos y las haldas de su madre por el mostrador de la taberna de su hermana, Nicanora. En pleno Rastro, a los diez años, aprendió a servir traguillos en las partidas de dominó y carajillos a los obreros. Era el Madrid de 1940, donde se baldeaba la calle tras la tórrida noche y se sobrevivía con cartilla de racionamie­nto. Del estraperlo venían las orzas de chorizo o la cecina de los pueblos. Las casas olían a achicoria y a cocidos largos, de hueso «substancia­dor», que volvía a la perola sin fin. Era el tiempo del «hombre del hielo» –que lo traía al hombro, en barras envueltas en una manta–, los carros de la basura, los tranvías y el botijo. «Madrid me deslumbró, era elegante al estilo capital... el ambiente... las libertades». Qué forma de trabajar la del chico listo, lo mismo hacía limonada para las verbenas que «sol y sombra» en la barra. Cuando el dueño de la tasca de Cascorro se jubiló, Nicanora y su marido la compraron y hasta la madre vino de Burgos para revolucion­ar la receta de los caracoles. Amadeo Lázaro Catalina, desde su atalaya de 93 años, recuerda con picardía que «los enriquecim­os con substancia­s alimentici­as porcinas y claro, ganaron bastante». Se vendieron muchos caracoles, toneladas. Ochenta años después, un sabio de 93 años contempla el mundo ilusionado. El próspero restaurant­e «Los Caracoles de Amadeo» es punto fijo y los hijos y los nietos apenas dan abasto en el recinto donde los clientes exigen ver a Amadeo, que explica memorias de aquel Rastro donde los lañadores restañaban las ollas, se arreglaban mecheros y «por cinco duros, 25 pesetas, se compraba un par de zapatos lustrados». El Rastro de sábana en el suelo, de paveras vendiendo en Navidad animales que intentaban comerles los pendientes y de puestos de flores en primavera. Ese tiempo de verbenas en los patios, con farolillos de papel y organillo alquilado; de retrete comunitari­o en el pasillo y alcobas interiores. Él, excelente restaurado­r, se vindica «tabernero para siempre» y no tiene empacho en recordar que comió gato de joven, «era bueno, no se distinguía del conejo». Por los ojos de Amadeo han ido pasando los años del hambre, cuando se tomaba bicarbonat­o para digerir la «bola», el pan racionado; los primeros aperitivos de gallinejas, callos, manos, sesos, sangre; la ilusión de los 60 con los turistas. «Soy un tabernero apasionado, si no haces con gusto tu trabajo, no tiene belleza», y sonríe.

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