El otro cowboy de Hollywood
«Más drogas, más sexo, más vino, menos Tom Cruise». En el vídeo casero (hay decenas incluidos en este ya imprescindible documental), un jovencísimo, extrañamente guapo y turbio, siempre tuvo la mirada y los morros turbios, Val Kilmer se divierte con unos amigos mientras dice cosas como esa o parecidas, aunque también confiese que Tom era su amigo a lo largo de este filme que duele, que araña e incomoda, porque, como su protagonista,
todos creimos que íbamos a ser algo mejores, o al menos lo que fuimos antes, en un futuro que ahora está en asfixia, apenas verbalizado con palabras. Mientras suena el tema principal de «Cowboy de medianoche», la voz de Frank, hijo de Kilmer, desgrana la vida de uno de los actores más carismáticos de los años 80 y posteriores hasta que el propio protagonista y luego la enfermedad dijeron basta, desde su infancia junto a un familia muy unida y acomodada y la muerte del hermano menor en un jacuzzi tras un ataque de
epilepsia hasta los primeros éxitos de Kilmer, todo amalgamado, como confundido y caótico en un presente continuo, entre escenas de entonces y del descarnado hoy. Y un Kilmer rodeado de pinturas, de collages extraños, que explica por qué hablar y alimentarse es imposible a la vez con un agujero en la garganta. Y un Kilmer que debe hacer gira para firmar autógrafos de Texas a la marciana y exigente Comic-Con porque le hace falta dinero, hubo antes un divorcio y hay que pagar. Y un Kilmer, en fin, del que dijeron que era un
intérprete inmaduro, caprichoso, uno de los actores más volubles de Hollywood porque creía que si un director pinchaba alguien debía hacer ese trabajo. Miles de horas de metraje, miles de recuerdos y la muerte de su madre. Porque, aunque quiera remediarlo, las lágrimas acaban manchando los ojos del luchador Kilmer por mucho que haya intentado evitarlas. Y es que ella, aunque distante y fría, le recordaba a Ingrid Bergman.