La Razón (Levante)

En defensa de las cabras

- Abel Hernández

LasLas cabras son el remedio natural para que no arda el monte. Sólo por eso merecen protección y que alguien las defienda de la mala fama que tienen que soportar desde antiguo. Lo recuerdo bien. Al punto de la mañana sonaba en el pueblo la cuerna del cabrero. El bronco sonido del cuerno de toro, que iba de casa en casa, a reo vecino, cuando no había cabrero titular, resonaba en las calles. Era la señal para soltar las cabras, que habitaban los bajos de las casas entre canales y zarzos. Las cabras eran una mina, fueran cornudas o mochas, primalas o andoscas, para todo hijo de vecino. Por lo pronto procuraban la leche del desayuno, recién ordeñada, el queso blanco y crujiente, fabricado en pequeñas encellas con cuajo natural, y el delicioso requesón. Los cabritos constituía­n el producto más rentable.

De todos los portales iban saliendo dócilmente los animales, hasta confluir los hatos en la gran cabrada, mandada por los arrogantes bucos, que dejaban en el aire un fuerte olor a almizcle. Al frente de ella iba el cabrero, con su chucho, un perro servicial, sin raza, engendrado en la calle. Me viene la estampa inconfundi­ble del Aurelio, el último vecino de Sarnago, que terminó de alcalde de sí mismo, un mocetón tosco, de no muchas luces, equipado con zahones, polainas y abarcas, la manta al hombro y un «trosquil» de pan y queso o tocino de íntima en el zurrón. Y no me olvido, llegado a este punto, de la figura grácil de Miguel Hernández, el cabrerillo de Orihuela, desde donde escribo, con el zurrón cargado de poesía. La cabrada encontraba su hábitat natural en el monte. A su paso quedaba limpio de matojos, ramas e impediment­os, que arden como la yesca en el horno de agosto. De ahí el dicho malicioso de que la cabra tira al monte. Las cabras se han cargado de mala fama sin merecerlo, posiblemen­te por influencia bíblica, que habría que revisar: a la derecha, los corderos, que son los buenos, y a la izquierda, los cabritos, que son los malos. Estás como una cabra, es una niña caprichosa (capricho viene de cabra), ese tío es un cabrón, etcétera. El lenguaje popular está cargado de maledicenc­ia contra estas criaturas duras, independie­ntes, ligerament­e ácratas, lo que aumenta su encanto, animales domésticos, razonablem­ente casquivano­s, de poco gasto, mucho beneficio y alto valor ecológico. Desde que ha desapareci­do la cabrada, el monte está intransita­ble, los caminos se cierran, los matojos, rebollos, espinos y zarzales invaden la pradera. El monte está indefenso ante el fuego exterminad­or.

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