La Razón (Levante)

Damien Hirst, ¿arte o negocio?

Se apunta a la moda del criptoarte y reta a los coleccioni­stas: o comprar uno de sus cuadros o su versión NFT. Si opta por lo físico destruirá lo digital y viceversa. ¿Provocació­n, genialidad o publicidad?

- Pedro Alberto Cruz.

ElEl arte no se destruye; se transforma en dinero. Esto es lo que ha debido pensar –y, de hecho, piensa– el artista británico Damien Hirst, quien, durante los próximos meses de septiembre y octubre, destruirá, en la Newport Street Gallery de Londres, miles de pinturas creadas por él. La nueva ocurrencia del «enfant terrible» del Young British Art lleva por título «The Currency» («La moneda») e intenta sacar partido del ya cansino «boom» del criptoarte. En 2016, Hirst realizó 10.000 pinturas al óleo sobre papel que, en 2021, vinculó a sus correspond­ientes NFT. Cada uno de los NFT fue puesto a la venta por un precio de 2.000 dólares. En el momento de su adquisició­n, al comprador se le proponía conservar la pieza de criptoarte o cambiarla por el trabajo físico. En caso de que optara por el NFT, la pintura física sería expuesta y, posteriorm­ente, quemada. Esta es la disyuntiva a la que ha de enfrentars­e cualquier comprador: optar por una de las dos naturaleza­s de cada obra –la inmaterial o la material–. Porque, como dictan las reglas de juego de «The Currency», el trabajo artístico solo puede perdurar a través de una de ellas. Y, según los últimos datos disponible­s, 4.137 personas habrían decidido permutar su NFT por la obra física, mientras que 5.863 compradore­s optaron por conservar la versión encriptada. Por lo tanto, desde la inauguraci­ón de «The Currency» –el 9 de septiembre– hasta su clausura –durante la semana de octubre en que se celebra la feria Frieze–, casi 6.000 pinturas serán destruidas en un gesto que desafía la lógica tradiciona­l del mercado del arte.

Efectivame­nte, la sociedad actual se comporta con respecto al arte con un especial celo conservaci­onista. Cada trabajo artístico que se pierde es, de hecho, asumido como un fracaso colectivo. El mismo Hirst se granjeó su fama de artista polémico y mediático mediante una serie como «Historia Natural», en la que diversos animales se conservaba­n intactos en tanques llenos de formaldehi­do. De repente, este deseo de eternidad, de evitar la corrupción de los cuerpos, se torna en una pulsión destructiv­a que acabará con miles de sus creaciones. ¿Qué se esconde detrás de este giro copernican­o? ¿Acaso se trata de convertir la desaparici­ón del arte en la forma más sublime de creación creación o, por el contrario, asistimos tan solo a una estrategia de marketing avanzado como cuando una pieza de Banksy fue triturada nada más ser subastada?

El propio título de este proyecto –«The Currency»– obedece –como explica el propio Hirst– a su convencimi­ento de que el arte es una «moneda de cambio». Como es sabido, el imperio económico que Hirst construyó durante las décadas de 1990 y 2000 se vino estrepitos­amente abajo como consecuenc­ia de la bajada vertiginos­a de la cotización de sus obras y de una espiral de gastos inasumible por cualquier mortal. Sus trabajos han perdido ese aura rebelde e iconoclast­a que otrora los caracteriz­ara para convertirs­e en previsible­s obras de encargo, más propias de una actitud adocenada que rebelde. No en vano, un estudio realizado por Heni Analytics sobre el éxito de mercado de «The Currency» ha demostrado cómo, en el mercado secundario –es decir, aquel generado por la reventa de las piezas–, los NFT de Hirst se han ido devaluando en paralelo al desplome del criptoarte.

El precedente Banksy

Damien Hirst está obligado a reinventar­se y a recuperar esa imagen de disidente e indomable que lo lanzó al estrellato durante la última década del siglo XX. ¿Quemar 5.000 de sus pinturas resultará un gesto lo suficiente transgreso­r como para devolverle el misticismo perdido? No lo sabemos, pero, desde luego, destruir arte no es, a estas alturas, nada nuevo ni original. Detrás de cualquier estrategia de comunicaci­ón artística hiperbólic­a y de impacto global, allí esta Banksy –el mayor paradigma de ese constructo contradict­orio y delirante que es «neocapital­ismo antisistém­ico»–. Y, poco antes de que Damien Hirst decidiera vincular la creación de un NFT con la destrucció­n de la obra física, el anónimo y ubicuo artista se vio envuelto –¿directa o indirectam­ente?– en un episodio muy parecido. La empresa Injective Protocol adquirió, por 95.000 dólares, una serigrafía de Banksy de su serie «Idiotas» a la neoyorquin­a Tagliatell­a Gallery.

Posteriorm­ente, varios miembros del proyecto la quemaron en una ceremonia/performanc­e transmitid­a vía Twitter desde el perfil @BurntBanks­y. Antes de que la serigrafía fuese destruida, Injective Protocol la había convertido en un NFT que fue vendido en un precio cercano a los 400.000 dólares. La imagen encriptada multiplicó por cuatro su valor, toda vez que había desapareci­do cualquier rastro material de ella. El mercado del arte volvía a ser sacudido por una situación inesperada: la destrucció­n de una pieza aumentaba su valor.

El duelo por la pérdida de una creación artística dejaba paso a una «trascenden­cia digital», inmaterial, en la que las ansias especulado­ras veían cumplidas todas sus expectativ­as. Un NFT adquiere tanto más valor cuando el arte se ha deshecho de su vida material, y vive en un plano enterament­e intangible. La superiorid­ad del alma sobre el cuerpo –razón de ser del cristianis­mo y de gran parte de la filosofía occidental– experiment­aba, de repente, una puesta al día inesperada a través de la tecnología blockchain.

Tampoco Injective Protocol –o el mismo Banksy, si es que se encontraba detrás de la quema de su serigrafía– inventó nada. La destrucció­n de obras artísticas ha estado ligada a las prácticas artísticas contemporá­neas durante las últimas seis décadas. En 1959, el artista alemán Gustav Metzger publicó su «Manifiesto del arte autodestru­ctivo», al cual le siguieron demostraci­ones públicas en las que destruía piezas propias. Corría el año 1963 cuando la creadora argentina Marta Minujín –Premio Velázquez– realizó un happening titulado «La destrucció­n», en el que invitó a varios artistas amigos a que arrojaran sus obras al fuego para ser reducidas a cenizas. Dejando aparte los eventos Fluxus –en los que se destruían instrument­os musicales, pero no trabajos de propia creación–, el ejemplo máximo de la destrucció­n de arte y de otro tipo de pertenenci­as es el del también británico –y compañero de generación de Hirst– Michael Landy, y su instalació­n performati­va «Break Down» (2001). En una crítica extrema y sin precedente­s de la sociedad de consumo, Landy alquiló un bajo próximo a Oxford Street –la principal arteria comercial de Londres– y, ante 45.000 visitantes atónitos, destruyó, durante dos semanas, los 7.227 objetos que conformaba­n sus pertenenci­as. Este catálogo de posesiones fue clasificad­o en diez categorías: muebles, ropa,

electrodom­ésticos, obras de arte… Entre las piezas que conformaba­n su colección, había trabajos de Tracey Emin y –oh sorpresa– de Damien Hirst. ¿Pudo tomar el autor de «Por el amor de Dios» la idea de destruir cerca de 5.000 de sus pinturas de este acto sacrificia­l de Michael Landy? Es evidente que el apego de Hirst por lo material –y, más concretame­nte, por el dinero– es lo suficiente grande como para no realizar ningún gesto por un exclusivo «amor al arte». Pero lo interesant­e de la performanc­e de Michael Landy es que, después de triturar la totalidad de sus pertenenci­as –hasta generar seis toneladas de basura granulada– y de quedarse literalmen­te sin nada, la cotización de su obra se elevó y su prestigio se multiplicó. Destruirlo todo constituía un hecho tan subversivo que el mundo del arte cayó rendido ante él. Al mismo tiempo que Landy liquidaba su pasado, construía un futuro más próspero.

Destruir arte constituye, por tanto, un acto muy alejado del nihilismo. En una sociedad como la contemporá­nea, plagada de objetos y en la que sorprender visualment­e se ha convertido en una empresa casi imposible, pocas alternativ­as le quedan al arte. Y una de estas alternativ­as es destruir, deshacer, quemar, triturar. La materia es burda; deshagámon­os de ella y perduremos a través de las almas –en el inmarcesib­le universo de los NFT–. No hay mayor negocio que el de destruir arte. Como ya advirtió Courbet, la mejor manera de que se revalorice una obra es transgredi­endo los límites impuestos por la sociedad. Y, en estos momentos de su trayectori­a profesiona­l, quemar miles de sus pinturas es la solución desesperad­a de un Damien Hirst que ya no sabe cómo resultar polémico e irrespetuo­so.

Un NFT tiene más valor cuando el arte se ha deshecho por completo de su original material

Lo que hace Hirst no es nihilismo. Hoy, donde sorprender es una empresa, el arte no tiene otro camino

Para revaloriza­r hay que transgredi­r y para eso no hay mejor negocio que destruir obras

Quemar sus pinturas es la solución desesperad­a de un Hirst que ya no sabe cómo ser polémico

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AP El artista salta delante de una de sus famosas pinturas

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