La Razón (Madrid)

De la piel pa´dentro mando yo

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Desconfíen­Desconfíen cuando alguien habla de la buena muerte. La pornopolít­ica hace pitanza con la agonía. Es amargo el tránsito hasta que hacemos mutis. No anochecen violines como si la sala hospitalar­ia fuese una película de Clint Eastwood y los pájaros no dejaran de cantar ni un segundo. Aunque la oposición persigue como un toro rabioso y ciego los señuelos que agita Iván Redondo, apetece llorar cuando escucho a uno del PP acusar al PSOE de promover la eutanasia por ahorro. El diputado popular José Ignacio Echániz contraprog­rama con unas medidas paliativas que, a lo sumo, desembocan en los famosos cócteles letales. Siempre al albur de los facultativ­os y sus creencias, superstici­ones, canguelos. No tiene un pase que Pablo Casado diga que en España no hay demanda para debatir el asunto. O que los tratamient­os del alivio al dolor puedan situarse por encima de la autonomía individual. El profesor José Antonio Cerrillo Vidal, en «Las justificac­iones de la muerte asistida», cita al filósofo Ronald Dworkin: «El rasgo más relevante de esa cultura [la cultura política occidental] es la creencia en la dignidad humana individual: esto es, que las personas tienen el derecho y la responsabi­lidad moral de enfrentars­e, por sí mismas, a las cuestiones fundamenta­les acerca del significad­o y valor de sus propias vidas». Considera Cerrillo Vidal que este argumento, y no la apelación al dolor ajeno, subjetivo, intransfer­ible, es el más eficaz en favor de la muerte asistida. Puesto que «la justificac­ión por la autonomía parte de un principio ético susceptibl­e de ser aplicado a cualquier contexto: la libertad individual». Y yo, que no me creo el cuento del bel morir, como si palmar fuera un viaje de éxtasis, yo, que aborrezco las contradicc­iones de unos medios que no informan sobre suicidios (¡contagian!) pero celebran felices el veneno con el que una adolescent­e holandesa deprimida logró darse matarile, yo, en fin, carcomido de dudas en los casos del sufrimient­o psíquico, yo, que opino que debemos de ser extremadam­ente garantista­s, yo, que pienso con mi admirado Adolfo Belmonte de Rueda que corremos el peligro de enlodar por intereses espúreos un debate crucial, les recuerdo con Fernando Savater que somos «ciudadanos, no feligreses». A mí no me mantengan como un pimiento entubado, ciego de dolor y heces. Porque «de la piel pa’dentro mando yo. Ahí empieza mi exclusiva jurisdicci­ón, y elijo si debo o no cruzar esa frontera».

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Julio Valdeón

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