Sabina frente al vacío
Joaquín Sabina escribía canciones sin saber que eran himnos. Es la paradoja de los creadores. Piensan que hacen algo normal, cuando acometen algo superlativo. En Sabina lo que no queda claro es si es un poeta con guitarra o un cantautor con rima. Poco importa en un tipo que ha logrado que sus álbumes sean artículos intergeneracionales. Algo que se pasa con la herencia, junto a la estatuilla de Lladró de la abuela. Su música fue agrandándose al mismo ritmo que su voz se deterioraba. Durante años, su talento ha residido en que la devastación sonara, es su genialidad. Pocos músicos han logrado que la ronquera crónica formara parte de la melodía y que unos discos donde la electricidad estática estaba en la voz alcanzaran lo más alto de las listas de éxito. Cuando la mala salud entró a formar parte de su partitura, él lo asumió como parte de la estética, como el fular o el chalequito sudado. Ahora esperemos que haga lo mismo. No le debe costar a un músico con cien vidas a la espalda, que ha conseguido que el pitillo y los whiskys sean el segundo instrumento de sus temas y que ha sobrevivido a los fondos cainitas de las noches madrileñas. A toda esa camorra del trasnoche y el madrugón que han nutrido sus letras y que le han dado tanto relumbrón. No extraña. Sabina ha sido (es) capaz de ver balcones en los ojos de las camareras, princesas en minifalda y guerrilleras en chicas que vendían hojalatas en El Rastro. No es poco. Su mitología está hecha de nostalgias y todos esos recuerdos de encuentros cruzados que guarda entre los trastes. Ahora está renovando su vida una vez más, como en los videojuegos, quizá, también, como esos atracadores que primero le robaron y después cantó en una balada con mucha, mucha policía.