La Razón (Madrid)

Martín, el Bordero

- Abel Hernández

CadaCada día hay más personas en busca del padre, hijos extraviado­s de reyes y famosos, que además de la herencia genética van detrás de la otra herencia, y seres humanos concebidos «in vitro», en el frío anonimato del laboratori­o, que quieren conocer sus orígenes. Un pujante negocio para los despachos de abogados de familia, que me ha traído a la memoria el caso de Martín, el Bordero.

Llegó del hospicio con siete años. Primero lo llamaron hospiciano en el pueblo, pero pronto se impuso lo de Bordero, y, desde entonces, nadie lo conocía por Martín. Cuando cumplió catorce años, Julián, su padre adoptivo, le entregó el garrote, el zurrón y la colodra y lo mandó pastor. Desde entonces bregó con el ganado. Después de los años encerrado en el lóbrego casarón del hospicio, el Bordero le tomó el gusto a la vida al aire libre. Disfrutaba careando las ovejas con la ayuda de Tina, su perra trujillana. Le gustaba contemplar la puesta del sol en la sierra las tardes de otoño, antes de mover la piara hacia la majada. Descubría enseguida la cama de la liebre bajo la tomaza o el escarbader­o de las perdices en el cabezo. Distinguía a primera vista las andoscas de las primalas y a las preñadas de las machorras.

Una tarde de mediados de febrero el Bordero encerró el ganado antes que de costumbre porque la tarde se enmarañó hasta volverse de perros. Arreciaban los algarazos, los animales se apiñaban acobardado­s y Tina andaba detrás de él con el rabo entre las patas. El pastor, un jaquetón de 18 años, llegó al pueblo con el tabardo cubierto de nieve. Le extrañó el gran coche azul aparcado en la plazuela, pero fue al entrar en casa cuando se topó con la sorpresa que había soñado cada noche en el hospicio. En la cocina le esperaba de pie un señor con gafas eleganteme­nte vestido. Julián rompió el breve silencio: «Martín, este hombre dice que es tu padre». El Bordero lo miró de arriba abajo sin decir palabra. «Sí, lo he comprobado –dijo el desconocid­o–, soy tu padre. Quiero que vengas a casa conmigo. Te ayudaré a labrarte un porvenir...» «Perdone, señor, –interrumpi­ó el pastor–, pero no le conozco, ha pasado demasiado tiempo. Mi porvenir está aquí y estos son mis padres». El hombre porfió, pero todo fue inútil. El Bordero oyó con el corazón encogido el motor del coche que se alejaba. Fuera nevaba copiosamen­te. Por lo que he sabido, Martín nunca acudió en la ciudad a un despacho de abogados de familia.

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