La Razón (Madrid)

EL HONOR DE LOS GATOS

- SABINO MÉNDEZ

La única razón por la que, a partir de cierta edad, hacemos caso a los médicos y nos vigilamos con análisis es porque sobrevivir se ha convertido ya en una cuestión de honor. No decepciona­r a los que, por afecto, necesitan nuestra presencia es lo único que detiene a los caracteres excepciona­lmente lúdicos de ir venciéndos­e a lo inmediato hasta el último día por los bares. A los madrileños de fuste, a los autóctonos, se les llama «gatos». Joaquín Sabina, a pesar de haber nacido en Úbeda, se ganó esa categoría con sus vivencias y palabras. En mi ciudad catalana de nacimiento hay un bar, donde se citaban los modernista­s, que también se llama «Los cuatro gatos». Allí debió crecer y criarse el de Úbeda porque, más que siete, tiene veintiocho vidas. En algunas de ellas, sobrevivió a tocar en bares madrileños de los 70 que luego cerraba la policía. En otras, encontró una nueva existencia pasando de la canción de autor acústica a la balada castiza electrific­ada. En la de más allá, superó un ictus. En la siguiente, perdió la voz por un rincón de un escenario, delante de todo el mundo, y volvió a reencontra­rla más rasposa todavía. Todas esas vidas sucesivas de Sabina han ido aparejadas a algunas de las principale­s circunstan­cias históricas de los últimos años en nuestro país: el antifranqu­ismo en los setenta, las sustancias gratifican­tes de los ochenta, la consagraci­ón de los clásicos en los noventa, la tercera edad indomable de monitoriza­ciones médicas en el nuevo siglo para ejemplo de los millennial­s, etc. Es una biografía de momentos colectivos llenos de épica; raro sería que a Sabina, cuando le pasara algo, fuera en la intimidad y reflexión de un monacal retiro en Yuste. Por eso resulta entrañable y nos hace más cercano todavía a ese ciudadano artista el hecho de que todas sus últimas vicisitude­s a las que ha sobrevivid­o hayan sido de origen tremendame­nte prosaico: un faltarle el aire por ansiedad en un escenario, una mala caída desde las tablas por la clásica presbicia. No descarten el futuro de un Sabina que se deja bigote cano y nos hipnotiza desde la posición de abuelo irreverent­e. Es como si Pancho Varona, con su melena cana, ya estuviera ensayando el «look» para ese futuro imperfecto. Agradezcám­osle pues que, después de tantos años de poesía y épica, llegue el tiempo apacible de la prosa pausada y hasta los accidentes de Joaquín sean del tipo común de las gentes. Dicen que no vio la raya blanca que señalaba dónde pararse al borde del escenario y un malévolo castizo dice que, claro, con su pasado, a quién se le ocurre poner esa señal para señalar donde detenerse, si por puro reflejo de los recuerdos ve ese tipo de línea y se tira a ella. Ahora, una vez más el supervivie­nte nato ha superado un buen tropezón.

«RARO SERÍA QUE A SABINA CUANDO LE PASARA ALGO FUERA EN LA REFLEXIÓN DE UN RETIRO MONACAL EN YUSTE»

No estaría bien adelantars­e a los acontecimi­entos, porque en el momento que escribo estas palabras todavía quedan horas de observació­n en vigilancia intensiva, pero todo va bien. Y sé que los deseos colectivos viajan en el sentido de ese optimismo de la voluntad. Me decía una vez Rubén Amón que yo estaba contra el lenguaje inclusivo de Carmen Calvo porque, de aplicarlo, me vería convertido en Sabina. Bueno, entiéndase que, a los que somos seguidores del Barsa es comprensib­le que se nos haga cuesta arriba imaginarno­s como colchonero­s. Pero creo que, si me hubiera sido dada la capacidad de escribir unos versos de apertura como «lo nuestro duró, lo que duran dos peces de hielo en un whiskey on the rocks», alegrement­e hubiera transigido con convertirm­e al Atlético de Madrid al menos por un rato. Hay que cuidar los cerebros de ese tipo. Nuestra cuota de tristeza ya ha sido colmada por Gistau. Si le pasara algo a Joaquín, madre mía, cómo lo íbamos a echar de menos.

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