EL IMPERIO EN APUROS
La Monarquía Hispánica afrontó en la década de 1640 el mayor de cuantos desafíos estaba destinada a toparse en su lucha por mantener la hegemonía en Europa. El aumento de las cargas fiscales sobre la multiplicidad de Estados que formaban el imperio se tradujo en un descontento popular que, explotado por unas élites locales insatisfechas, condujo en 1640 a la separación de Cataluña y Portugal, y, más adelante, a la proclamación de Nápoles como república; a intrigas nobiliarias en Aragón y Andalucía, y a toda clase de motines y disturbios populares de Navarra a Sicilia. El conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV desde hacía casi veinte años, decidió –secundado por el Consejo de Estado de la monarquía– centrar todos los esfuerzos en la recuperación de Cataluña en tanto que se adoptaba una posición defensiva ante Portugal. ¿Cómo se había llegado a semejante situación? En el caso catalán, además de la demanda, por parte del rey, de una mayor contribución fiscal, pesaba la difícil convivencia entre los soldados hispánicos y los campesinos en cuyas casas se hospedaron tras la campaña para la expulsión de los franceses del castillo de Salses. Los roces entre unos campesinos empobrecidos por varios años de malas cosechas y unos soldados agraviados resultarían fatales para la Corona.