UNA ENFERMEDAD MORAL
PlatónPlatón –siempre hay que volver a él– dijo que es necesario cuidar el alma, si se quiere que la cabeza y el resto del cuerpo funcionen correctamente. Apliquemos ese principio a la España de la hora actual. No todos los problemas de salud guardan relación con el coronavirus y sus variantes ni con los problemas de lo que los griegos llamaban soma. Es decir: cuerpo. Los órficos veían éste como una tumba: soma sema, decían... Lo segundo, traducido al español, significa precisamente eso: sepultura.
El pasado 23 de marzo, cuando todo el país prestaba atención preferente a Rociito y a sus infortunios conyugales, y mientras los políticos, en sus respectivos Parlamentos y corralas o en el ámbito barriobajero de la reyerta electoral desencadenada en la Comunidad de Madrid, recurrían a toda clase de improperios, calumnias, descalificaciones y medias verdades, colgué en mi cuenta de Twitter el siguiente pasquín: «Miremos donde miremos se constata que los contagios de la enfermedad moral que aqueja el país se multiplican. Para ese virus no hay vacunas. O sí, pero la censura imperante me impide mencionarlas. Como diría Vicente Vallés: España, a 23 de marzo de 2021»
Tampoco hay vacunas –ésa es la triste verdad– para combatir la pandemia inmunizando a quienes corren el riesgo de contraer el virus que la provoca, pero haberlas, haylas, como las meigas, aunque de momento aniden fuera de Europa, excepciones aparte, y no es del todo imposible que lleguen en el futuro. Las que no llegarán son las que podrían curar o por lo menos aliviar la corrosiva dolencia del alma que padecemos. Para eso sería necesario reconstruir de arriba abajo el sistema político en el que vegetamos mientras sus responsables medran, habilitar planes de estudio que lo sean de verdad y no de mero paripé ideologizado, reescribir la Constitución, firmar la paz entre los dos sexos, poner coto a los excesos degradantes que en determinados canales de televisión se perpetran so capa de una supuesta libertad no de expresión, sino de abyecta inmoralidad, inculcar en los adolescentes y en los que, mayorcitos ya, lo siguen siendo el sentido de la responsabilidad y de la sacramentalidad... En fin: ¿qué les voy a contar? Nada de eso va a suceder. Los sueños, decía Segismundo, sueños son. Y las pesadillas, también.