Amenazas
Desde que nacemos, vivimos amenazados. Del «niña, cómete la verdura o te quedas sin dibujos animados» de la infancia, a las intimidaciones adultas, incluso geriátricas, recibidas a través de las redes sociales (ese inconmensurable buzón de correos que es a la vez contenedor de basura no reciclable). Amenazas que pueden ir del aviso de asesinato al de espantosos procesos de tortura y vejación intermedios, sin excluir el envío de balas o imprecaciones dirigidas a familiares, allegados y ancestros… Tampoco hay que olvidar el despacho de pornografía, tan bochornosa que a veces llega a lo risible, como forma de amedrentamiento. Por supuesto, de las verduras al crimen violento hay una amplia gama de gradaciones (y degradaciones) en el asunto de la coacción. Probablemente los niños no se comerían las verduras sin un ligero empujoncito ceñudo con el beneplácito de Bob Esponja. Pero de ahí a lo que estamos viendo estos días, en los que ha aflorado un arsenal en las sacas postales, media un abismo.
Ante la situación, muchos ciudadanos se armarán: de razones, odio, paranoia, de papeletas de voto… Pero otros muchos, no menos, se sentirán avergonzados contemplando esta «deconstrucción» de una campaña electoral (madrileña) que ha hecho oficiales sus tripas, o mejor: sus cañerías atascadas. No queda nada por desvelar. Se obtiene munición de las piedras, literalmente. Las amenazas que oscurecen el clima político certifican que nuestro sistema de moral pública está quebrado. Que ya no existe. Cuando el razonamiento del discurso representativo se basa en la amenaza, en los mismos términos en que se haría en un conflicto militar, es porque algo ha dado un vuelco. Ya no hablamos de huelgas, gestión o leyes…, sino de balas y pedruscos. Y cuando la lógica de la amenaza define la argumentación pública y política, cabe temer que todo esté perdido.