Una década de nada
hace una década que el 15-M tomó las calles españolas. La crisis azotaba a amplios espectros de la sociedad y se planteó sobre la mesa la posibilidad de cambiar el ritmo de la Historia con una movilización popular a gran escala. Nada nuevo, la verdad, pero había que intentarlo y era legítimo para millones de personas que habían visto frustrado su proyecto de vida. De aquel cabreo nació Podemos y Pablo Iglesias dominó el partido con el único fin de enriquecerse a costa de la esperanza de los ciudadanos desde primera hora. Lo vieron claro, tanto él como el resto de los dirigentes de la formación morada. Ni más ni menos, en eso se resume toda la gestión política de la organización, porque no han conseguido modificar el mundo los que se pusieron al frente del 15-M para doblegar el terrible martirio de la desigualdad en España. Al contrario, desde lo local hasta el espectro de la política europea, bajo sus múltiples nomenclaturas y escisiones, el cambio social lo han experimentado los miles de cargos y asesores que trincan cada mes «luchando» contra la casta. Lógicamente se ha impuesto la realidad, donde no valen las teorizaciones ideológicas sino las políticas concretas y sus votantes se han cansado de un discurso preñado por el peñazo de la metodología marxista y aliñado por la propaganda habitual «progre». Una política de gestos apoyada en la consigna y en el sentimentalismo puede servir de refugio a las pretensiones legítimas de la gente, pero se diluye cuando no hay capacidad solvente para la gestión mientras aflora la perversa intención de controlar los mecanismos que sustentan el Estado de Derecho para reducir derechos democráticos. A diez años del 15-M, la imagen de Pablo Iglesias sin coleta representa el fracaso de un experimento que sólo sirve para dar aliento al independentismo nazi, fracturar la izquierda moderna y aumentar la cuenta bancaria de los usurpadores del malestar ajeno.