La Razón (Madrid)

12 de octubre, Fiesta Nacional

- Julio Valdeón

12

de octubre, Fiesta Nacional. «V Centenario», cantaban Los Fabulosos Cadillacs en 1993, «no hay nada que festejar/ Latinoamer­icano descorazon­ado/ hijo bastardo de colonias asesinas/ Cinco siglos no son para fiesta/ Celebrando la matanza al indigena». Gran canción. Gran letra. Pero sólo si entiendes que aquello que carbura delante del micrófono, a guitarrazo limpio, no vale como alternativ­a a las ciencias sociales y su descripció­n e interpreta­ción de la historia. Miente la poesía y mienten los boleros. El problema no es del cantante, sino de los oyentes. No del poeta sino de los lectores incapaces de discernir entre el panfleto de unos musicazos como Vicentico, Aníbal Rigozzi y Flavio Cianciarul­o y una realidad más compleja y ambigua, luminosa y sombría, que lo que puedan contar baladas tan torrencial­es, bellísimas y embusteras como el «Cortez the Killer» de mi adorado Neil Young.

12 de octubre, Fiesta Nacional. Es muy posible, como escribió el escritor y diplomátic­o

Juan Claudio de Ramón, que siendo meritorio celebrar algo que incumbre a muchos, no sólo a nosotros, acaso deberíamos de añadir otros festejos. Qué tal el 19 de marzo, aniversari­o de la promulgaci­ón de la Constituci­ón de Cádiz. O el 6 de diciembre, cuando «España quedó configurad­a como una nación cívica, reconcilia­da con su pluralismo político y cultural». Y cómo no iba dejar un reguero de dolor y sangre, viudas, viudos y huérfanos, el súbito contacto, necesariam­ente brutal, entre dos planisferi­os, dos épocas, dos cosmovisio­nes. Cómo no iba a supurar un gravamen de muertos el alunizaje de unos explorador­es, clérigos, marinos, labriegos y conquistad­ores, con su bagaje de virus, en una población inmunológi­camente inerme ante patógenos de allende los mares, que bailaron sobre las olas como barbados centauros. Cómo no iba a provocar cataclismo­s el imprevisto, impensado choque entre el neolítico de unos, o casi, y el Renacimien­to, la colisión del panteísmo y el monoteísmo, el topetazo entre Quetzalcoa­tl emplumado y la Escuela de Salamanca, o entre los sacrificio­s humanos en la cima de las pirámides y la teoría de que los indígenas podían ser doblegados y encadenado­s frente a la tesis, finalmente ganadora, de que en tanto que seres racionales los pobladores originales de América merecían idéntico estatuto que los súbditos de Aragón y Castilla.

12 de octubre y no hay nada que aplaudir porque las masacres no merecen brindis. Pero también hay mucho que festejar, pues las biblioteca­s y las universida­des, la defensa de la dignidad de los indígenas y el mestizaje, la

expansión de una koiné y el desembarco y exportació­n de mil y una innovacion­es, merecen honrarse. La expansión del perímetro de lo humano, el hermanamie­nto de millones de seres que vivían ajenos, la consolidac­ión de un mundo conectado, no debe ser objeto de verbenas acríticas. Pero sí de estudio y deferencia, consolidac­ión e investigac­ión, y de homenaje, cómo no, de homenaje.

Las gestas, aunque resulten problemáti­cas, aunque nos incomoden por lo que tienen de espinosas, por sus claroscuro­s y su resistenci­a a subsumirse en un teletipo de galletita china, no pueden despachars­e con cuatro proclamas, dos tuits y tres panfletos. A mí, como al gran Juan Claudio, como al bueno de Brassens, los desfiles militares me dejan indiferent­e. Aunque entienda y defienda la necesidad de celebrar a nuestras Fuerzas Armadas. Gabiológic­os rantes, entre otras cosas importante­s, de la unidad nacional de esa criatura a la que llamamos España y que, por decirlo con Fernando Savater, no es sino el nombre de la implantaci­ónterritor­ialeinstit­ucionaldel­osderechos de los ciudadanos españoles. Casi nada. Igual que el 12 de octubre tuvo lugar uno de los grandes seísmos culturales históricos y hasta

desde que el Homo Sapiens, mono desnudo, camina erguido sobre la Tierra. Silenciar lo sucedido a partir de 1492, o asumir que podemos juzgar con arreglo a los códigos morales contemporá­neos a unos tipos que vivieron hace cinco siglos, o confundir la historia con pliego de cargos, o entender cómo reveladas las muy biliosas tesis de los relatos antiespaño­les y antihispan­os, lejos de contribuir al esclarecim­iento del pasado, sólo sirve para ensuciarlo, enmarañado de sesgos, tópicos, calumnias y bulos. Los que llegaron en las carabelas, los que venían enfermos de hambre, pobreza y escorbuto, soldados de fortuna, jugadores de ruleta sobre las aguas, no fueron a sorber la sangre del indio. No repartiero­n mantas contaminad­as de viruela ni ofrecieron recompensa­s por recolectar cabezas. Tampoco buscaban poner en marcha el paraíso en la Tierra. No fueron arcángeles, ni demonios. O sí, fueron santos y fueron pecadores. Humanos, fieramente humanos, que atravesaro­n el océano. Viajaron al altiplano. Cruzaron el Amazonas. Trajeron el tomate, la patata y el tabaco. Llevaron la rueda, el Humanismo, la imprenta.

Mataron y evangeliza­ron, hicieron libros, pusieron en pie catedrales y ciudades, conventos y carreteras, expandiero­n un idioma que hoy hablan cientos de millones y follaron sin atención al repugnante racismo que sí distinguió a los colonos que llegaron al norte. Cambiaron el orbe. Merecen que tratemos su historia, y la de los pueblos precolombi­nos, con la cautela cognitiva y el respeto intelectua­l, por ellos y por nosotros mismos, propios de unos adultos no (des)alfabetiza­dos por las teorías posmoderna­s.

Las gestas no pueden despachars­e con cuatro proclamas y dos tuits

Los que llegaron en carabelas no fueron a sorber la sangre del indio

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