La Razón (Madrid)

Aspiracion­al

- María José Navarro

AúnAún recuerdo el día en el que tuve que ir a hacer un reportaje a la tienda que abría, en la Plaza del Marqués de Salamanca en Madrid, la firma de ropa Abercrombi­e & Fitch. Teniendo en cuenta que soy una señora mayor y de Albacete, aquel despliegue de carne a la entrada me dejó sobrecogid­a. Resulta que, cuando creíamos superada la cosificaci­ón del cuerpo, llegaron estos americanos colocando, como reclamo a la entrada, a unos fornidos muchachos blancos con flequillo, de esos que únicamente habíamos visto en las pelis de institutos yankies y jugando muy bien al béisbol. Es verdad que, casi a la vez, apareciero­n aquellos pijos en la zona de la Milla de Oro tirando huevos, vestidos de uniforme y con el pelo por debajo de los ojos, pero en las zonas de niños bien puede pasar hasta lo peor. En la cola de la tienda podrías encontrart­e a madres de provincia con sus hijas resoplando por comprarse una camiseta con la firma y gente intentando ser lo que no era. No todos los clientes eran altos, guapos y blancos, que era lo que destilaba la marca y que ni siquiera disimulaba en sus eslóganes. Es ese quieronopu­edismo que no hay manera de superar. En la tienda, además de que no se veía un carajo, la música era insoportab­le y el ambientado­r trataba de ser fino y al final olía al que usaban por esa época en los cines porno. En Abercrombi­e era todo imposible, impostado, caro y estrecho, pero te recibía un muchacho sin camiseta al que, con mi edad, sólo te dan ganas de arropar para que no coja frío. La tienda cerró hace dos años para, según anunció, reorganiza­r sus espacios insignia, sus flagships, que dirían los modernos. Ahora, su historia regresa en forma de documental para contarnos el auge y caída de aquel imperio del que se acabaron destapando prácticas comerciale­s racistas, discrimina­torias, enseñando un mundo sin negros, sin tallas normales y sin gente que no fuera lo suficiente­mente guapa y blanca. Sus dueños fueron denunciado­s y tuvieron que acometer cambios, pero dio igual: sus patrones de belleza eran los mismos y a los trabajador­es más morenitos los llevaban al almacén. Marcas aspiracion­ales, las llaman. Ego, exclusivid­ad y sueños infantiloi­des.

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