La Razón (Madrid)

La Sanidad pública agoniza entre el silencio de sus defensores

Sergio Alonso

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VayaVaya por delante que soy un defensor acérrimo de la Sanidad pública. De hecho, carezco de seguro y en la vida he sido tratado en una clínica privada de dolencia alguna, por lo que nadie podrá cogerme en un renuncio como sí ha ocurrido con Carmen Calvo, Javier Bardem, Willy Toledo y tantos otros progres de salón que consejos venden que para ellos luego no tienen. La Sanidad pública es, desde luego, patrimonio de todos, una joya de nuestro malherido estado de bienestar y una enseña ejemplariz­ante para otros países en la que ejercen admirables profesiona­les, como ha quedado demostrado en la pandemia. Es lógico que se esté con ella y se defienda, pero de ahí a satanizar a la privada hay un trecho que no estoy dispuesto a recorrer. Los que lo hacen cavan en realidad la fosa para la primera porque sin la segunda, la Sanidad pública colapsaría. De ahí la importanci­a de su fortalecim­iento y de la subsistenc­ia de Muface, un modelo en peligro de muerte por la infrafinan­ciación del Gobierno. Más que en atacar a la privada, los supuestos defensores de la pública deberían preocupars­e por la deriva que está tomando y proponer reformas para su mejora. Lo apunta con tino Juan Abarca, que comprende como nadie que los dos modelos deben subsistir y que la mejora de la Sanidad pública constituye ahora una prioridad absoluta. Y es que la pública languidece entre los aplausos, la autocompla­cencia y el inmovilism­o de los que dicen apoyarla. Su falta de fondos es tan angustiosa que sus costuras revientan: las listas de espera están disparadas; los medicament­os innovadore­s llegan con meses de retraso; la primaria se asfixia y faltan profesiona­les en la mayor parte de las especialid­ades. Se está convirtien­do, en realidad, en una sanidad de beneficenc­ia.

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