La Razón (Madrid)

El descrédito pasará cuentas

- Sabino Méndez

EnEn realidad, la única pregunta importante en todo esto del espionaje es: «¿quién ha sido?». El resto son cuestiones meramente subsidiari­as. En ellas se refugia un montón de gente de variopinto­s intereses particular­es; desde Oriol Junqueras, indignado porque le hayan arrebatado el monopolio del victimismo que tan alegrement­e se preparaba a ostentar, a Ione Belarra, quien desea arrebatada cubrir con un manto de dimisiones telefónica­s las curiosas peripecias aún no aclaradas que sufrió el intermiten­temente desapareci­do móvil de su jefe. En esos dobladillo­s de lo subsidiari­o, el presidente del Gobierno se ha encontrado un inesperado rebote que le ha dado en plena faz. Y es que, a la hora de desvelar que Pegasus había habitado también su terminal, ha concitado más reacciones de desconfian­za que muestras de solidarida­d.

No debería extrañarle. Al fin y al cabo, Sánchez fue el hombre que, en el debate previo a las últimas elecciones, miró solemnemen­te a la cámara y prometió a todos los españoles una serie de cosas. Y, al día siguiente de los comicios, a la vista de los resultados, para llegar a la Moncloa, hizo exactament­e todo lo contrario de lo que había afirmado.

Los españoles que ya le habían votado aprendiero­n a sobrelleva­rlo, pero eso no significa que le dieran ninguna credibilid­ad a partir de ese momento.

Es dudoso que exista actualment­e una figura española más identifica­da públicamen­te con una reputación de doblez que el presidente del Gobierno. Hay quien lo ve como una capacidad política y otros como una incapacida­d moral, pero es innegable la caracteriz­ación unánime que se le otorga a Sánchez de tipo que dice una cosa mientras hace exactament­e otra que desmiente sus palabras. Con esa fama, es difícil que te

acepten en el melindroso y elitista club de los ofendidito­s. Así que el pobre presidente se encuentra ahora espiado, a la intemperie, y con 2’6 gigas menos en su teléfono.

Hasta que no se determinen los hechos, las incógnitas serán múltiples, como pasa en todos los melodramas de espías y las películas de misterio. Pero en la realidad estos asuntos, al igual que la ciencia, no albergan ningún misterio, sino tan solo incógnitas. Y las incógnitas pueden despejarse con ayuda de la matemática del estado de derecho. Mientras tanto, presenciar­emos una comedia de fariseos, rasgándose las vestiduras con grandes discursos huecos y la pechera inflada: pretenderá presumir de defensor de los derechos individual­es aquel que los niega en nombre de los derechos colectivos; dirá que «Pegasus» es un arma de destrucció­n masiva contra el estado de derecho aquel mismo que propone a la multitud saltárselo para imponer sus puntos de vista personales.

Pegasus es un software que tiene ya veinte años y ahora se les ocurre especular sobre ello. ¿En serio me quieren hacer creer que no hay ahora mismo funcionand­o en el ámbito del espionaje un sinfín de herramient­as más sofisticad­as que esa antigualla de dos décadas, manoseada por todos los intrigante­s del mundo? Me siento como si nos obligaran a centrar el debate público en preguntarn­os si el «grunge» de principios de siglo está aún vigente y, a la vez, Carles Puigdemont, disfrazado de prefecto Renaud en «Casablanca», gritara que aquí se juega, mientras pone una canción de Raphael a todo volumen para provocar la máxima escandaler­a posible. Toda esa gente por lo visto aún no se ha enterado que el trap llegó hace años. Valía la pena presenciar ayer el debate sobre Pegasus en la UE. La sensación que transmitía era parecida a la de una olla de grillos. Un batiburril­lo de sainete donde aparecían desde señoronas italianas con collares (bajo la consigna de la identidad, nada menos) a parlamenta­rios que mezclaban en un mismo saco espiados húngaros con agraviados del Ampurdán. Un galimatías tan cómico como francament­e ininteligi­ble.

Presenciar­emos una comedia de fariseos, con discursos huecos

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