El creador de mármol
Muchos ya lo sabían en aquella tan espléndida como peligrosa y sucia Florencia a principios del siglo XVI: Miguel Ángel es, decían, un genio del arte. Pobre («vivo a pan y agua, como un miserable»), harapiento, de escasa higiene, menudo y con sed de vino casi perenne, era, sin embargo, el maestro. Algo que incluso Rafael, a quien Miguel Ángel detestaba, compartía. Un hombre, nos sigue describiendo Andrei Konchalovsky Konchalovsky («Paraíso», «Queridos camaradas», entre tantas otras), solitario, inaprehensible, obsesionado con la creación, fértilmente medio loco, capaz de mentir (¿era consciente de esos engaños?) a quien fuese para seguir obteniendo monedas, y, con ellas, la materia prima para sus obras; un hombre, en fin, desesperado cuando, mientras lucha por acabar el techo de la Capilla Sixtina, el papa Julio II, mecenas de Miguel Ángel, muere, y, en medio de las sangrientas luchas entre los Médici y el clan Della Rovere, se obsesiona por conseguir el mejor mármol de Carrara (escenas estas particularmente notables y casi mitológicas, con ese monstruoso bloque que el protagonista insiste en que pueden bajar de la blanca montaña) para acabar la tumba del fallecido. Tras un arranque que acerca la película a cierto cine europeo de los 70 y que se cierra con un momento ciertamente bermagniano, Miguel Ángel solo enseña sus roñosas uñas para seguir, como sea, concibiendo las esculturas que él mismo ignora cómo surgen de sus manos mientras pule la rodilla de un Moisés todavía inacabado que parece estar caliente, viva. Un hipnótico retrato de aquel gigante solapado tras las barbas de un mendigo que solo quería seguir extrayendo de la piedra imponentes figuras que, sin embargo, y lamenta, no invitaban al rezo. Eso pensaba, aunque la Historia luego no le diera la razón.
Lo mejor ►Alberto Testone, un Miguel Ángel inaprehensible, y las «blancas» escenas en Carrara
Lo peor ►Se trata, aunque es más bien un cumplido, de un filme para selectas minorías