La Razón (Madrid)

Europa y Occidente, en peligro

- Antonio Cañizares Llovera Antonio Cañizares Llovera es cardenal y arzobispo de Valencia

EnEn estos momentos tan claves para el futuro dela humanidad, es preciso decir que uno de los asuntos más graves y delicados de la actual situación y de las sociedades democrátic­as respecto a los derechos humanos es la desaparici­ón de un concepto de persona que no esté sometido a las decisiones cambiantes y de poder sobre qué es la persona. Es el mismo problema con el que se enfrenta la moral y la ética hoy: ha desapareci­do la conciencia de la verdad de la persona como algo que nos precede y que no está sometida a nuestro arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas, aunque esta subjetivid­ad sea expresión de una colectivid­ad humana.

El aborto no es una simple cuestión moral de algunos sectores de la población, sino abarcadora de muchos aspectos, que apunta a las grandes, fundamenta­les e imprescind­ibles bases y valores que sustentan la democracia, esto es: la dignidad de cada persona, el respeto de sus derechos inviolable­s e inalienabl­es, así como considerar el bien común como fin y criterio regulador de la vida política. El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. Para ser verdadera, crecer y fortalecer­se, la democracia necesita de una ética y de un derecho que reclama el concepto de persona humana como sujeto trascenden­te de derechos fundamenta­les e inalienabl­es, anterior al Estado y a su ordenamien­to jurídico. La razón y los hechos mismos muestran que la idea de un mero consenso social que ignore la verdad de la persona hu«derecho», mana es insuficien­te para un orden social justo y honrado. Es evidente, por tanto, que quien niega el derecho a la vida está contra la democracia y está en contra de la justicia.

Nos hallamos inmersos en una gran «revolución cultural», a la que los últimos papas, de una forma u otra, se han referido constantem­ente que se asienta en una manera de entender al hombre y al mundo, así como su realizació­n y desarrollo, en la que Dios no cuenta. El olvido de Dios, o relegarlo a la esfera de lo privado, es, a mi juicio, el acontecimi­ento fundamenta­l de estos tiempos, es lo que está detrás del laicismo esencial y excluyente que se pretende imponer a nuestra sociedad. No se trata del a legítima laicidad donde sea firma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesione­s religiosas. Se trata de edificarla ciudad secular, construir la ciudadanía, crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo yen todos, una visión dominante del mundo y de las cosas, del hombre y de la sociedad, sin Dios, y con un hombre que no tenga más horizonte que nuestro mundo y su historia en la cual solo cuenta la capacidad creadora y transforma­dora del hombre.

Este laicismo conlleva erradicar nuestras raíces cristianas más propias y nuestro patrimonio y principios morales que nos caracteriz­an como Occidente sustituyén­dolas por un cientifism­o, o por una razón práctica instrument­al. El relativism­o, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad que duda escépticam­ente de ella y de la posibilida­d de acceder a ella. En este gran cambio cultural senos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno, y justo todo o casi todo es pasajero. Se ha entrado en una mentalidad que niega la posibilida­d y realidad de principios estables y universale­s. No hay sino derechos que se crean y se amplían según la decisión de quienes tienen el poder para legislar. La realidad misma, que de suyo se impone a nosotros porque es antes que nosotros, y la tradición tan ignora, sin la cual no somos, no deberían contar en esta nueva mentalidad. Se pierde o se hace olvidar la «memoria» de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye. En esta mentalidad, sin verdad, sin tradición, sin memoria, parece que lo que debería contar es lo que ahora decidamos o decidan por nosotros.

Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla piensan que hay que apartar a Dios, al menos de la vida pública y de la edificació­n de nuestro mundo, y así tener espacio para ellos mismos: valores sí, pero sin Dios. Pero el que paga todo esto es el hombre que se quiebra en su humanidad más propia.

Para esta revolución cultural, hay quien busca intentar cancelar la tradición cristiana de Europa y de todo Occidente, es decir: su visión de la persona, el derecho natural, una idea de bien común basada en el reconocimi­ento de los derechos fundamenta­les y en principios morales comunes y universale­s, apoyados en la razón. La Europa libre, por las raíces cristianas, eleva el vuelo con las dos alas: de la razón y de la fe. Esa misma Europa, por tal revolución cultural, hay que decirlo, al reducirlo todo a la libertad, deja al hombre en la más pura soledad, lo somete a la irracional­idad y a la fuerza de los más potentes, pierde su grandeza y se convierte, al final, en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Europa y Occidente están en peligro y podemos y debemos evitarlo.

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