Incendios con artificio
Un grupo de amigos, muy monos y burgueses, se va al bosque a pasar el día. Por un descuido, provocan un incendio que desencadena una catástrofe. Aunque no lo parezca, como en la mejor comedia de enredo, hay tiempo en medio de las llamas para que las relaciones amorosas entre algunos se reconduzcan, ya sea en una dirección o en otra. Incluso hay tiempo para que uno de ellos salga del armario. También para evocar a Elvis durante el rescate, o para presentarnos a un bombero como –ojo al infantilismo– «alguien que cuida de la naturaleza». Pero, claro, nada es precisamente cómico, aunque ese efecto se pueda conseguir sin pretenderlo: algunos de los amigos mueren, y también un bebé, del cual nos explican cómo sus deditos calcinados caen al suelo, para que la pena sea un poquito mayor. En cuanto a los que sobreviven, tendrán que aprender a superar la tragedia cada uno a su modo; por supuesto, uno no lo consigue y se suicida. El disparate no puede ser más efectista y grandilocuente. Y, por si fuera poco, se articula en un texto puramente narrativo. Pues bien, con toda esta morralla, el director, quién lo iba a decir, consigue levantar un espectáculo digno. Y eso que los actores no pueden aportar mucho: hay tan poca acción estrictamente dramática que apenas tienen dónde agarrarse. Tal vez por ello, Manrique, sin renunciar a la narratividad, ha concentrado todos sus esfuerzos en la plástica de las imágenes descritas, trasladadas por él a unos códigos más sensoriales bajo los cuales, afortunadamente, se diluye el peso de lo verbal.