Cine El feo, el bueno, el malo... y Ennio Morricone
Giuseppe Tornatore vuelve al cine para homenajear al célebre compositor con un documental que ya es de cabecera
AlosAlos once años, ese periodo de incipiente metamorfosis en el que el niño sigue sin saber quién es y desarrolla un miedo ineludible por saber en quién se convertirá, Ennio Morricone aceptó de manera excepcional –nunca más volvió a transigir durante el transcurso de su carrera– que decidieran por él. Su padre, que trabajaba como trompetista en una banda regional, le enseñó la mecánica de la clave de sol, le explicó la posición de las notas en el pentagrama, le llevó con él a practicar en pequeños clubes y le lanzó a un conservatorio destinado a la élite para que aprendiera a tocarla ensamblando de inmediato su destino con el de la música. Y, por consecuencia, con el de Goffredo Petrassi: profesor, mentor y referente por el que Morricone siempre conservó una reverencial admiración.
Conmueve ver llorar a este inmenso compositor italiano al recordar cómo algunos de sus compañeros de orquesta ponían en la Italia de la posguerra un plato encima de la batería por si algún soldado les daba dinero. «Tocar la trompeta para poder comer era una auténtica humillación», reconoce el ya anciano durante el relato de sus orígenes humildes y el recuerdo de la sombra austera y severa de su progenitor en el marco del comienzo de «Ennio, el maestro», un extenuante y bellísimo homenaje en forma de documental que se estrena hoy tras su paso por el Festival de Venecia y con el que Giuseppe Tornatore rinde tributo a uno de los músicos más singulares, influyentes y vanguardistas, ya no solo de la historia del cine, sino de todo el siglo XX.
Apasionamiento obsesivo
El viaje propuesto por el director de «Cinema Paradiso», quien ha tenido el privilegio de llevar veinticinco años colaborando con él, transita por una cantidad inabarcable de testimonios de compañeros de profesión –integrantes todos de una horquilla que va desde antiguos alumnos del conservatorio como Boris Porena o Enrico Pieranunzi hasta figuras tan reconocidas en el mismo ámbito como Hans Zimmer o John Williams–, riadas de cineastas que desarrollaron o encontraron sus voces como directores gracias a la música de Morricone, como su inseparable Sergio Leone, Bertolucci, Pasolini, Elio Petri, Liliana Cavani, Gillo Pontecorvo, los hermanos Taviani –qué ilustrativa resulta la anécdota de la tarantella compuesta para el baile del batallón en «Allonsanfan» con un Mastroianni ya maduro para entender la función embellecedora que la música adquiere en cualquier escena cinematográfica–, Tarantino, el propio Tornatore o Brian de Palma, y admiradores confesos que actualmente referencian de manera continua al compositor pese a la diferencia generacional y que comprenden desde Bruce Springsteen hasta Metallica. Todo ese puzle amalgamado de anécdotas, datos, descripciones y recuerdos compartidos de las dinámicas de trabajo del maestro van configurando el perfil de un hombre capaz de contrarrestar la sencillez de una vida personal ordinaria y tranquila, enriquecida con el amor de su mujer, María –a quien confiaba los temas que iba a presentar basándose en su criterio y buen gusto para que el director en cuestión solo escuchara los elegidos por ella– con el apasionamiento obsesivo y desmedido por la belleza matemática de una disciplina a la que, de no ser por las directrices de su padre, nunca hubiese pensado entregarse tan enteramente. La posibilidad de que esa dedicación absoluta al oficio se desarrollara sin sobresaltos, Tornatore la explica a través de la figura de su esposa: «María no aparece en el documental, pero es una presencia constante. Ella fue una figura decisiva en su vida. Veló por su genio y le permitió desarrollar plenamente sus obras sin las obligaciones de la vida cotidiana que le habrían robado el tiempo», afirma. Esa cotidianidad trasladada a la gran pantalla era precisamente la que Morricone, a golpe de partitura, tenía el poder de transformar en extraordinaria, en simulacro de sueño, en improvisada elevación de los sentidos.
Tras su labor inicial de arreglista de cantantes como Gianni Morandi durante su etapa en la RCA italiana y su curiosidad experimental por la música más vanguardista que canalizó a través del Grupo Nuova Consonanza, su idilio con el cine y la composición de bandas sonoras empezó y acabó con un western. El primero fue «Por un puñado de dólares» (que formaría parte de la icónica «Trilogía del dólar»), dirigida en 1964 por Sergio Leone, antiguo compañero del colegio con el que protagonizó un matrimonio profesional eterno –a veces con tentativa de divorcio pero regado siempre de infinito respeto mutuo– y junto al que institucionalizó el representativo silbido del coyote; y el segundo «Los odiosos ocho», de Tarantino y por la que en 2016 recibió el único Óscar de toda su carrera (salpicada por la participación en más de 500 películas) a la mejor banda sonora, sin contar el honorífico que le otorgó la Academia como reconocimiento a toda su trayectoria. Asegura Boris Porena, antiguo compañero del conservatorio y en un intento por redimir al propio Morricone de esa culpa arrastrada y adquirida a lo largo de los años fruto de su supuesta traición a la rigurosidad academicista de la que procedía por dedicarse a crear música para cine, que «la revelación definitiva fue “Érase una vez en América” porque esa música no la puede escribir alguien que no sea músico de verdad». Como tampoco nadie que no sea músico de verdad puede cincelar una composición como la de «La misión» sin provocar que hasta las personas que no creen en Dios sean capaces de sentir que hay algo más.