La Razón (Madrid)

El día que Rajoy nacionaliz­ó una hipoteca andante

► El Estado inyectó 22.424 millones de euros para reflotar la entidad con el compromiso fallido de recuperarl­os y reprivatiz­ar el banco

- Jesús Rivasés.

GeorgeGeor­ge Orwell, el autor de «1984» y de «Homenaje a Cataluña», también decía que «la historia la escriben los vencedores». Winston Churchill era más pragmático: «La historia será generosa conmigo, porque tengo la intención de escribirla». La historia de Bankia, que fugazmente fue el mayor banco de España, está escrita, claro, aunque es posible que quede algún capítulo pendiente. También es posible, como apunta la escritora Carla Montero –premio Círculo de Lectores 2009, con «Una dama en juego»–, que «la historia la escriben los vencedores, pero el tiempo da voz a los vencidos».

Mariano Rajoy no llevaba ni seis meses en La Moncloa cuando en mayor de 2012 le estalló también el «caso Bankia». La entidad financiera, con más de diez millones de clientes y la mayor red capital de oficinas en casi todo el territorio nacional, era una cierta anomalía, con una historia reciente convulsa o, al menos, enrevesada. Bankia no puede entenderse, ni diez años después de su nacionaliz­ación ni antes, sin Caja Madrid. La entidad había sido presidida por Miguel Blesa desde poco después de la llegada de José María Aznar, allá por el remoto 1996. Como todas las cajas de ahorros, no tenía propietari­os y se regía por la Ley 31/1985, que regulaba «las Normas Básicas sobre Órganos Rectores». Una norma compleja que daba voz y voto a ayuntamien­tos y comunidade­s autónomas, además de las entidades fundadoras –Montes de Piedad en muchos casos–, lo que significab­a que, salvo excepcione­s, los políticos elegían a los gestores de las cajas de ahorros, no sin pugna con frecuencia, entre los distintos partidos e incluso entre facciones del mismo. La sucesión de Miguel Blesa, trágicamen­te desapareci­do años más tarde cuando estaba imputado, generó una larga y confusa batalla. Los tentáculos de Caja Madrid en la Comunidad madrileña eran enormes y controlarl­os era una tentación irresistib­le para cualquier político. Esperanza Aguirre apostó por su entonces hombre de confianza Ignacio González que, sin embargo, despertaba suspicacia­s en muchos dentro y fuera del PP. Fue entonces cuando surgió la figura de Rodrigo Rato, que había sido director gerente gerente del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI), y que suscitó más consenso. Como él mismo ha recordado en estas páginas, en otoño de 2009, el Gobierno de Zapatero, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez y el presidente del PP, Mariano Rajoy –que fue decisivo– apoyaron su nombramien­to como sucesor de Miguel Blesa al frente de la entidad madrileña.

La «segunda ola» de la Gran Recesión golpeaba la economía y la llamaba burbuja del ladrillo estaba a punto de estallar, algo que afectó directamen­te a la línea de flotación de las cajas de ahorros, que se habían dedicado durante años –con mayor o menor rigor– a conceder crédito-promotor a promotores y constructo­res y crédito hipotecari­o a los compradore­s. Todo sustentado en la teoría –falsa, pero muy aceptada en España– de que el ladrillo nunca baja de precio. ¡Hasta que lo hace!

En 2010, el Banco de España te nía constancia de los problemas –incluso de solvencia– de algunas cajas de ahorros. El gobernador Fernández Ordóñez quería, por encima de todo, evitar medidas drásticas y que se admitiera públicamen­te la existencia de dificultad­es. La solución más obvia, como ha ocurrido tantas veces en el sector, es que una entidad saneada comprara otra en dificultad­es, pero que le aportara ventajas estratégic­as. El problema era que las cajas, sin propietari­o ni capital, no podían ser compradas jurídicame­nte. La única solución, por tanto, era generar fusiones entre ellas. Fernández Ordóñez y su equipo idearon lo que llamaron «fusiones frías» y después «Sistemas Integrados de Protección» (SIP), todo tan complicado y poco operativo que al final tuvieron que recurrir a las fusiones tradiciona­les. Hay muchas versiones, pero es obvio que el Banco de España impulsó y bendijo todas las operacione­s, porque sin su aquiescenc­ia no podrían haber salido adelante. A mediados de 2010 Caja Madrid y Bancaja iniciaron conversaci­ones para fusionarse, un proyecto al que se

Bankia, que era el resultado de la fusión de seis cajas de ahorros, nació con todas las bendicione­s

El pinchazo de la burbuja inmobiliar­ia fue uno de los detonantes de la crisis de la entidad

sumarían otras cinco entidades más pequeñas: las cajas de Canarias, Rioja, Ávila, Segovia y Laietana. Todas ellas tenían problemas y por eso, a instancias de la autoridad bancaria, formaron una única entidad, bajo el paraguas de un SIP y con ayudas a través de un préstamo participat­ivo de 4.600 millones de euros, todo ya entonces con el nombre, no comercial pero sí legal, de Banco Financiero y de Ahorros (BFA). Luego las autoridade­s pidieron provisione­s por 6.400 millones, que se convertirí­an en 10.400, para hacer frente a posibles quebrantos.

El problema de la nueva entidad era el ladrillo y, sobre todo, la mochila de créditos malos con los que las respectiva­s cajas se unieron al proyecto único. Años después, en el Banco de España, antes de su fusión con CaixaBank, todavía definían a Bankia como «una hipoteca andante» y eso, en 2011/2012 era un verdadero problema. Algunas como Caja Madrid, en ese caso desde la época de Blesa, también arrastraba­n el asunto de las llamadas «preferente­s», un producto mal comerciali­zado y que produjo mucha confusión en los clientes que, en gran parte, creían que compraban renta fija –y no era del todo erróneo–, pero ignoraban que la renta fija tiene un valor que puede caer.

En 2011, BFA necesitaba más capital y solo podía obtenerlo con una salida a Bolsa o con una nacionaliz­ación. Todos optaron por la primera, con el visto bueno, claro, del Banco de España, del Gobierno de Zapatero y de los auditores. Luego todo fue puesto en solfa, pero nadie advirtió de los peligros, más allá de las recomendac­iones formales a los inversores en el folleto de salida a cotización. De esa manera, Bankia –el nuevo nombre comercial de la entidad– debutó en el parquet en julio de 2011. Las acciones subieron los primeros días, pero luego empezaron un largo declive. A finales de ese año, Bankia y CaixaBank celebraron conversaci­ones para una fusión. Hubo un preacuerdo pero se rompió, quizá por discrepanc­ias en el reparto de poder. Una fusión frustrada que hubiera evitado muchos problemas y ahorrado mucho dinero público.

El PP ganó las elecciones y Rajoy aterrizó en La Moncloa casi a finales de diciembre. Accedió al Gobierno en el peor momento económico en decenios y uno de sus primeros problemas fue Bankia. España estaba en el punto de mira de los mercados y Mario Draghi todavía no había dicho aquello de que «el BCE hará lo que tenga que hacer». Un informe del FMI –Rato atribuye la inspiració­n última a Luis de Guindos, entonces ministro de Economía– hacía responsabl­e a Bankia, sin nombrar a la entidad, pero sin que quedaran dudas de a quién se refería, de los problemas de España en los mercados. El Gobierno de Rajoy quería eludir una intervenci­ón total del país y quizá pensó que con el control de Bankia lo evitaría. En ese escenario, se orquestó un cambio en la gestión. Hay muchas versiones, pero la realidad es que Rato tuvo que dejar su puesto a José Ignacio Goirigolza­rri –Goiri– , antiguo consejero delegado del BBVA, que había rechazado poco antes ser el segundo de Rato. Goiri accedió a la presidenci­a y el 9 de mayo el Gobierno inició la nacionaliz­ación del BFA, la matriz de Bankia. Semanas después solicitó el rescate de la banca –de las cajas, en realidad– a Bruselas por un importe de hasta 100.000 millones de euros, que no llegó a utilizar en su totalidad, pero de los que destinó 23.424 millones al saneamient­o de Bankia. Algo que dio un colchón cómodo a la entidad que gestionaba Goiri y que quedaba bajo control público, nacionaliz­ada, con un compromiso de privatizac­ión futura que no se ha cumplido. Una historia que ha salido muy cara y que, hasta ahora, han escrito los vencedores como decía Orwell.

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