La Razón (Madrid)

Somos el mono que viaja y no hemos hecho más que empezar

► Lo que comenzó en África ahora está a 23.000 millones de kilómetros de casa

- Ignacio Crespo.

HayHay preguntas que estamos cansados de escuchar: de dónde venimos, hacia dónde vamos... Es lógico que acaben saltando a nuestro paso a la mínima de cambio, porque son los extremos de toda historia, los dos puntos de cualquier narrativa conectados por una línea más o menos recta, y la nuestra parece haber tenido quiebros de lo más vertiginos­os. Hemos viajado más que ningún otro ser vivo conocido, podríamos incluso llamarnos «el mono viajero» sin ruborizarn­os por la posible falta de rigor. ¿Pero dónde empezó todo? Es difícil meter un hachazo a nuestra historia para definir una introducci­ón que no fuera la misma aparición de la vida en la Tierra, o incluso la creación del Cosmos si queremos un prefacio generoso. Podríamos forzar la historia para que sus primeras líneas se remontaran a la aparición del género Homo, pero también a la de los primeros sapiens o, millones de años atrás, el surgimient­o de los mamíferos.

Como hablamos de viajes (concretame­nte, del de nuestra especie), parece sensato empezar hace 60.000 años, cuando un grupo de Homo sapiens abandonaro­n las tierras africanas para comenzar la caminata más larga de nuestra historia. En ese tiempo hemos reclamado casi cada centímetro de tierra emergida, hemos desarrolla­do civilizaci­ones y han caído imperios, hemos escrito historias y vivido dramas. Hemos revolucion­ado la música incontable­s veces y apareciero­n la ciencia, la filosofía y la tecnología tal y como la entendemos ahora. No sabemos qué llevó a nuestros antepasado­s a dejar atrás su cuna, ni siquiera sabemos qué habría ocurrido si se hubieran quedado en las doradas sabanas. Lo que sí sabemos es a dónde nos llevaron esos pasos.

De la tierra al éter

Si somos precisos, no es tan sencillo datar cuándo salimos de nuestro continente natal. Sabemos que ha habido varios éxodos, si queremos llamarlos así. Hubo otros Homo que salieron de él antes que el sapiens y nosotros mismos nos extendimos en varias oleadas. Si lo pensamos, lo raro sería que un grupo de nuestros antepasado­s se coordinara perfectame­nte para dejar África todos juntos y una sola vez. Algunos viajaron por el sur de Asia y cruzaron las islas de Indonesia para llegar a Australia y Nueva Zelanda. Otros ascendiero­n por Eurasia para (por lo que apuntan algunos estudios) separarse en dos grandes grupos, uno que siguió avanzando hacia el noreste, adentrándo­se cada vez más en las profundida­des de Asia, y otro que dio un quiebro, viajando hacia el ocaso hasta dar con Europa.

Evidenteme­nte, cada comunidad era un mundo, viajaban durante generacion­es y no respetaban estas trayectori­as generales que nosotros, sus descendien­tes, trazaríamo­s decenas de miles de años después de su muerte. El intercambi­o y los cruzamient­os ocurrieron, no solo entre las comunidade­s de sapiens, sino entre nosotros y otros Homo, como los neandertal­es o los denisovano­s. Ya habíamos domado el fuego cuando conquistam­os la tierra, al menos en muchos sentidos y, con el tiempo, aprendimos a surcar las aguas y deslizarno­s por el aire.

Puede parecer engañosa la manera en que repaso esa serie de hitos históricos tan complejos y determinan­tes para nuestra especie, pero nada más lejos de la realidad, porque comparados con los 200.000 o 300.000 años que llevamos los Homo sapiens explorando este planeta, los últimos 10.000 son un suspiro, apenas un 5% del total. Eso es lo que separa la primera embarcació­n de la que tenemos constancia de nuestra tecnología aeroespaci­al más puntera. Aquella canoa de Pesse del octavo milenio antes de Cristo posiblemen­te no fuera la primera, pero no debió de tener muchas predecesor­as. Hace tan solo 239 años desde que volamos nuestro primer globo aerostátic­o y 119 desde el primer avión. Han pasado apenas 65 años desde que el Sputnik entró en órbita, convirtién­dose en la primera sonda espacial de la historia. Acabábamos de conquistar el último elemento clásico, el inexistent­e éter completaba nuestra colección.

Desde entonces no hemos parado de extender la mano para tocar el cosmos y son muchas las misiones que han partido de esta canica azul que es la Tierra, pero hay una que podemos considerar el último gran viaje por la enorme distancia a la que ha llegado. Salieron del nuestro planeta en 1977, hace 45 años, y hace diez que lo hicieron de nuestro sistema solar según como definamos sus límites, y ahora viajan por el espacio interestel­ar. Atravesaro­nla helio pausa, esa distancia a la cual la influencia del Sol empieza a igualarse con el viento del resto de estrellas. Viajan a 61.000 kilómetros por hora, lo cual hace de las Voyager dos de los objetos más rápidos jamás creados por el ser humano.

En estos diez años han tomado incluso más distancia con su planeta natal y, ahora, se encuentran a unos 23 mil millones de kilómetros. 23.300.000.000 es la cifra redondeada si la exhibimos en todo su esplendor. Eso equivale a dar casi 600.000 vueltas a nuestro planeta. Aquel ser humano que puso un pie fuera de África por primera vez palidece un poco ante la idea de que hayamos podido construir una sonda que ha salido, ya no de un continente o un planeta, sino de nuestro sistema solar, que no es poco.

Y si esto no fuera suficiente como para convertirl­as en un símbolo realmente profundo de lo que significa el ser humano, hemos de sumar lo que con ellas portan. Porque aparte de las muchas finalidade­s científica­s que tenía esta misión, también llevan cierta poesía. Ambas sondas Voyager llevan consigo dos discos de oro con grabacione­s de saludos, sonidos de ballenas, música, etc. En su superficie se encuentran datos sobre nuestro aspecto, nuestra ubicación en el cosmos e incluso las instruccio­nes para construir el dispositiv­o que reproduzca el disco. Eran como ese mensaje en una botella tirada a la inmensidad del océano.

Y lo más emocionant­e es que este soplo solo es una primera bocanada de todo lo que está por llegar en los próximos años. Todavía estamos muy lejos de poner un punto final a nuestra historia, la línea narrativa sigue culebreand­o entre casualidad­es y logros sin precedente­s, siempre un paso más allá, aunque «allá» termine siendo un lugar no tan lejano del que partimos. Lo que significa, si queremos ser poéticos, seguir viajando, cruzando valles, océanos y cosmos para saciar ese picor que nos sacó de África hace 60.000 años, el mismo empujón que sacó de órbita a las Voyager. Somos la especie de los 23.000 millones de kilómetros, porque, aunque no haya ningún humano dentro de esas sondas, son una extensión de todo lo que nos hace ser quienes somos.

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EFE Maxilar izquierdo humano de la cueva Misliya (Israel), uno de los restos más antiguos del Homo sapiens fuera de África
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NASA Representa­ción artística de la sonda Voyager 1 en el medio interestel­ar

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