La Razón (Madrid)

El bonito Redford

- Javier Menéndez Flores

Fue el guapo que jamás se vio como tal. El emblema pijo que nunca quiso ser. Ese novio de media España que le era obstinadam­ente fiel a su novia de siempre. Hijo de un director de cine para quien el humor era el amor verdadero, David Summers heredó de él su ojo travieso, sagaz, y nos demostró que era posible armar una tragicomed­ia de poco más de tres minutos («Devuélveme a mi chica») y convertirl­a en un «best seller» intergener­acional. Y para eso, señores, hace falta abrigar talento. En las antípodas estéticas y musicales de Alaska y los Pegamoides (por situarnos), Hombres G, de los que David ha sido y es bastante más que su sangre y su faz, eran mirados con franco desdén por muchos de los nombres más recurrente­s de la Movida. Un rechazo que tuvo que ver con su impensable éxito. Porque en la cainita España puedes hacer lo que te de la gana menos triunfar, ya que a partir de entonces te conviertes en el enemigo público «namberguán» y comienza la cuenta atrás para derribar al mito al que previament­e se encumbró.

Los vi actuar en el ecuador de los ochenta, cuando estaban que se salían, en la discoteca Oh! Madrid, extinto templo del pijerío de lacapital,conllenazo,yelambient­e tuvo el fervor de una misa pagana. Allí estaban todos los pijos adolescent­es madrileños más un servidor. Porque los pijos, atildada/salvaje tribu urbana, se apropiaron de ese grupo de amigos como hicieron con la bandera de todos. Pero Hombres G nunca perteneció a otro clan que al de pasárselo bien, y no ha hecho otra cosa que sembrar ese espíritu de indisimula­do disfrute en cada nuevo trabajo y en casi cada una de sus canciones.

En 1992, con siete discos de estudio y dos películas de puro escaparate dirigidas por el padre de David, echaron el cierre por estrés postraumát­ico y su cerebro en la luz inició una travesía en solitario con unas cuantas estampas valiosas y algún que otro destello poético. Pero la gente echaba terribleme­nte de menos a su precedente, a su «alter ego» multiplica­do, y una década después David decidió complacerl­a y él, Dani, Javi y Rafa, volvieron a intercambi­ar caricias y besos. Y casi sin darse cuenta se vieron atrapados en el tremendo lío de antes, pero bañados en un clamor aún mayor, y hasta hoy.

Antañazo, cuando el actor Robert Redford era Apolo en la Tierra, se hacían llamar Los Bonitos Redford. Era una broma, claro, como todo su cancionero. Pero una broma muy seria. Y ahí están para certificar­lo las cifras, los clásicos y el amor desbocado de variasgene­raciones de apóstoles. Ha pasado un siglo y, aunque Burt Lancaster, tan falible, la palmó, ahí siguen todos esos mamones, todas esas –ñam, ñam– chicas cocodrilo, todos los que siguen visitando ese bar en perpetua fiesta que es Hombres G sobre un escenario. Y ya da igual lo que ocurra. El mañana se escribió enterísimo ayer y el legado de David, sus canciones coreables como salmos, no hay manera de deslegitim­arlo.

Cuando Madrid se vuelva intratable como una suegra iracunda, a David siempre le quedará Venezia (con zeta, por supuesto). Se disfrazará de gondolero y se perderá entre el turbión de turistas, enamorados y poetas presuicida­s en busca de su clímax. De la felicidad que ofrece el simple acto de respirar todavía. De su paraíso G.

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Los Hombres G fueron icono del pop rock español en los 80

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