La Razón (Madrid)

La cacería de sotanas

- Sergi Sol es periodista

AllíAllí donde el Ejército de Franco sucumbió en su voluntad de subvertir el orden constituci­onal se desató una brutal cacería de sotanas. El gentío no fue la vanguardia que derrotó el alzamiento africanist­a de 18 de julio de 1936. Eso forma parte de la literatura épica construida para ensalzar el romanticis­mo de la lucha obrera. Fueron, en primera instancia, los cuerpos de seguridad, en ciudades como Barcelona, los que abortaron el golpe de estado. Esto es, Mossos de Esquadra, Guardias de Asalto y la mismísima Guardia Civil. Luego, aprovechan­do el ca os, los militantes de sindicatos como la FAI-CNT se armaron hasta los dientes tras requisar todo el armamento de los cuarteles del Ejército en Barcelona, bastión peninsular de la CNT. O el Cuartel de la Montaña en Madrid que también fue asaltado por la furia obrera.

Lo cierto es que hasta esa fecha no hubo armas para el movimiento obrero, porque el gobierno de la Generalita­t temía más una revolución obrera que el alzamiento militar contra la República. Visto lo que luego ocurrió, no les faltaba razón. Tan pronto fue derrotada la intentona golpista se desató una vorágine criminal: la caza de sotanas. La peor matanza de clérigos de la era moderna en la Europa Occidental. Y que eso ocurriera en un país tan católico como España da qué pensar.

¿Cómo pudo ocurrir ?¿ Qué motivó esa borrachera­de sangre de ese verano de 1936?¿ Qué desató ese odio irracional que dio pie a tantos crímenes por el simple hecho de vestir el hábito hábito de cura o de monja o incluso simplement­e por asistir a misa o ser creyente? No hay justificac­ión alguna para tanto crimen cobarde. Pero sí una explicació­n racional. La izquierda estaba poseída de un profundo espíritu anticleric­al. Identifica­ba la Iglesia con la derecha y la patronal y la responsabi­lizaba de bendecir una sociedad estamental que condenaba a la miseria y la pobreza a la clase trabajador­a.

En esa España había crecido una pulsión revolucion­ara que empañaba al conjunto de los partidos de izquierdas y especialme­nte a los sindicatos. Además, el an arco sindicalis­mo era hegemónico en la principal región industrial del país: Cataluña. Aunque fue Madrid la región donde se cometieron más asesinatos. La excepción fue Euskadi, no hubo en esas tierras persecució­n religiosa. No en vano, el ministro de Justicia, el vasco Irujo, fue el primero en impulsar el restableci­miento del culto religioso ya a finales de 1937.

Se mató en nombre de Dios o simplement­e por rezar le. Un odio tan atroz que no hizo distinción entre clérigos–los más–que ben dijeron la cruzada nacional y los que defendiero­n la legitimida­d de la República. También estos tuvieron que poner los pies en polvorosa. El cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, afecto a la República, fue capturado por el Comité de Montblanc tras huir de la sede episcopal de Tarragona. Quiso refugiarse en el Monasterio cistercien­se de Poblet y fue apresado por el Comité de Montblanc. Explicó el Cardenal, desde el exilio italiano, que fue salvado por «la divina providenci­a» a lo que el erudito monje de Montserrat Hilar iR aguer objetó« por la intervenci­ónpersonal del pre si dent eL luísCom pan ys» que fue también quien lo embarcó rumbo a Italia.

Precisamen­te Montserrat padeció como pocos el terror de la cacería de sotanas. Una veintena de sus monjes fueron exterminad­os ese verano. Incluido el prior. Montserrat era ya un símbolo del entonces llamado regionalis­mo catalán y el Abad Marcet tenía una buena relación con el Gobierno de Companys. Gracias a ella, la Generalita­t mandó Mossos d’Esquadra a proteger el santuario que resultó intacto. No así la comunidad benedictin­a que fue evacuada casi en su totalidad. El mismo abad ante las noticias que llegaban de los pueblos cercanos, en especial Monistrol, dio la orden de abandonar el santo lugar. La fechoría más conocida tuvo lugar en Barcelona, en el piso de la comunidad que utilizaban los monjes para alojarse en la ciudad. Siete de ellos buscaron cobijo allí. Fruto de la casualidad fueron descubiert­os cuando ya llevaban un mes escondidos. Se los llevaron y los cosieron a balazos en las afueras, en la falda de la montaña de Collserola. En uno de esos fúnebres paseos. No hubo piedad ni excepción alguna, los mataron a todos.

Pretendió el Primado de Toledo, el también catalán Enric Gomà, creer que sólo se salvaron vidas de clérigos afectos a la República pese a contar como mano derecha al franquista obispo de Girona, Cartanyà, que también fue protegido y salvado por la Generalita­t. Como también ocurriera con el Obispo de Tortosa, también afecto a la rebelión. Las autoridade­s republican­as no discrimina­ron a los curas por su posición política, como tampoco la persecució­n a estos tuvo reparo alguno. Tras cada sotana había un enemigo, tras cada feligrés un colaboraci­onista. Lo contó con todo lujo de detalles el Padre Raguer en «La espada y la cruz», un libro publicado en 1977, antes del retorno de Tarradella­s. Disecciona con todo lujo de detalles las posiciones de unos y otros. El fanatismo. Incluso el muy franquista Cardenal Gomà levantó sospechas entre el sector del clero más derechista por ser catalán.

Tanto se mató, tanto odio y crueldad reinó, que el franquista padre Jesús Quibús en De re bus Hispa ni en o dudó en justificar sin tapujos la ejecución del líder de la democracia cristiana catalana, Carrasco i Formiguera, por sus vivas a Cataluña ante el pelotón de fusilamien­to, aunque sus últimas palabras fueran «Jesús, Jesús, Jesús».

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RAÚL
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Sergi Sol

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