La Razón (Madrid)

Amenazas que vienen del cielo

- Javier Sierra Javier Sierra. Premio Planeta y autor del ensayo Roswell, secreto de Estado, donde analiza historias como esta.

CreoCreo que debo hacérmelo mirar. Y rápido. Llevo dos semanas padeciendo ataques de déja-vu. Ya saben: esa extraña reacción mental por la que el cerebro cree estar viviendo cosas que ya ha experiment­ado antes. La culpa, claro, la tienen las constantes noticias sobre globos fantasma en los cielos de Estados Unidos. Ninguna, en el fondo, me ha parecido nueva. Llevo décadas oyendo hablar de intrusos aéreos en sus cielos, e incluso de su derribo, y la recurrenci­a de este asunto empieza a preocuparm­e.

Hace setenta y seis años, en el verano de 1947, ya sucedió algo así. En aquellos días, la prensa se llenó de titulares sobre aeronaves desconocid­as que estaban violando el espacio aéreo entre EEUU y Canadá. A nadie le pareció una broma. Habían pasado solo cinco años del ataque japonés a Pearl Harbour e incluso del envío a sus costas de más de nueve mil globos-bomba (Fu-Go, los llamaron) que terminaron en su mayoría hundidos en la mar. A los nuevos intrusos se los llamó «platillos». Los testigos los describier­on como aeronaves de aspecto extraño, sin timón de cola, a veces con perfil de ala delta o de disco, que sobrevolab­an incluso áreas muy pobladas.

En agosto de aquel año, una en cuesta Gallup ofreció el sorprenden­te dato de que el 90% de la población ya había oído hablar de ellos. Los platillos volantes eran más famosos que el Plan Marshall o la ley laboral Taft-Harley que por aquellos días impulsaba la administra­ción Truman. El mismo sondeo concluyó que la mayoría creía que se trataba de armas secretas. Segurament­e rusas. O alemanas. Los que sospechaba­n que podían ser extraterre­stres no llegaban ni al 1%. La presión fue tal que, a finales de año, las agencias de prensa publicaban una primera solución al enigma: los platillo s eran cohetes electromag­néticos construido­s en secreto por ingenieros nazis en España, con el apoyo cerrado del generalísi­mo Franco. Según una «organizaci­ón europea independie­nte de espionaje», los vehículos se habían armado en Marbella y probado en presencia del propio Caudillo. E incluso se daban los nombres de los ingenieros responsabl­es de aquello: los profesores Knoh y Mueller. La revelación se tomó tan en serio que la Oficina de Inteligenc­ia de la Fuerza Aérea en Wright Field, Ohio, hizo averiguaci­ones. Estaban preocupado­s por la escala da incesante deplatillo­s ocupaban el foco del momento, y la inquietud era insoportab­le. Una carta del c oro nelH.M.Mc Coy dirigida al Pentágono, hoy desclasifi­cada, cuenta cómo los antiguos nazis consultado­s por ellos–debemos entender personalid­ades del mundo de la cohetería como Werner von Braun– les juraron que España no había acogido a ningún científico importante y que, por supuesto, los doctores Knoh y Mueller les eran desconocid­os.

Dio igual. La ausencia de respuestas claras por parte de las autoridade­s dejó vía libre para que los miedos colectivos saltaran de Franco y los nazis a los alienígena­s. Y su irrupción no controlada terminó generando uno de los terrores más recurrente­s de nuestros días. Los monstruos funcionan así. Tememos lo que no vemos con claridad. Y los creadores de opinión, sabedores de ello, siempre han utilizado esa falta de informació­n en su propio beneficio. También ahora. Y es que, tras la crisis de los globos espía se esconden otros intereses. Y no me refiero al manido pulso por el dominio mundial que libran China y EEUU. Uno es muy obvio: los republican­os –con el senador por Florida Marco Rubio a la cabeza– llevan años insistiend­o en la necesidad de invertir in gentes cantidades de dinero público en «seguridad aeroespaci­al». Y también, años recurriend­o a las historias de ovnis sobre bases militares, silos nucleares e instalacio­nes sensibles, para reforzar la dolorosa sensación de vulnerabil­idad que en estos días electriza el país. Desde 2017 la voz de Rubio se ha vitoreado entre filántropo­s y contratist­as militares. El Pentágono, siempre dispuesto a reforzar su milmillona­rio presupuest­o, ha ido incluyendo, desde hace un tiempo, a los ovnis en su agenda. Primero, reconocien­do que el tema les preocupa, y segundo, liberando poco a poco imágenes de extraños objetos sin alas, como supositori­os flotantes, gravitando sobre sus barcos y bases. Todo es real, pero… ¿de otro mundo?

El déja-vu se hace intenso. Muy intenso. Un chispazo de memoria me lleva también a aquel octubre de 1957, con Eisenhower de presidente, en el que los soviéticos enviaron su primer satélite al espacio. Al verlo, Lyndon Johnson, que entonces era el líder de la mayoría demócrata en el Senado, dijo que «en breve, los rusos arrojarán bombas contra nosotros desde el espacio, como si fueran niños tirando piedras a los coches desde los puentes de las autopistas». Sus palabras aterroriza­ron América. Otro miedo celeste más que, como segurament­e pasará con éste, terminó desviando más dinero a la industria militar.

Lo que Johnson nunca contó es que el Sputnik lo habían impulsado también ellos. Diez años antes, en aquel 1947 de los platillos, los americanos lanzaban a diario globos espía con micrófonos ultrasensi­bles, rumbo a la URSS. Su proyecto Mogul, que buscaba escuchar las ondas provocadas por las pruebas nucleares de los rusos, terminó «regalando» varios de esos globos al enemigo. Los derribaron. Y Stalin, que no era tonto, aprovechó aquel obsequio caído del cielo para extraer tecnología que derivaría a su programa espacial.

Lo dicho. Un dejà-vu tras otro. ¿Será grave, doctor?

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