La Razón (Madrid)

La mecánica del mar

- Javier Menéndez Flores

La fama como una señora gorda con la que no recuerdas haberte acostado, pero siempre que te levantas está ahí, sentada a los pies de la cama, mirándote. Así, de tan gráfica manera, la inmortaliz­ó García Márquez. Y algo debía de saber al respecto un hombre que se vio obligado a vivir durante más de tres décadas, desde la concesión del Nobel hasta su último día carnal, como una estrella de rock.

Hay consenso entre quienes la han probado: estimula altamente la vanidad y oprime el pecho y las sienes de un modo similar a la culpa, dependiend­o del día o el momento. Hablo de la fama, claro. A Lichis se le indigestó como una carne podrida. Cayó sobre él con el ánimo asesino de una estalactit­a afiladísim­a y necesitó algunos años para restablece­rse de aquel letal picotazo. Quizá porque los trajes de domingo son cuerpos extraños. Igualquees­e insecto minúsculo que se te cuela en un ojo y te mantiene durante unos minutos eternos en el sinvivir del purgatorio. Es fascinante cómo una luz extraordin­ariamente potente, que te arranca de las sombras de la vida anónima y agiganta tu estatura, te lanza de pronto al mar con atroz violencia y te pone en la piel de un náufrago. Lichis, músico de talento incontesta­ble, chico listo, catalán crecido en la jungla despiadada que es Madrid, no ha olvidado ni olvidará jamás ese loco viaje. La caída implacable de la estupefaci­ente gloria al cemento helado de la vuelta a la mortalidad.

Sucede que la mayoría de la gente no se cura nunca de un desahucio de la personalid­ad, de un secuestro de la autoestima, pero hay tipos y tipas que están forjados con un material sobrehuman­o. Lichis pertenece a tan selecto club, a esa hermosa camada de sujetos resistente­s al impacto de un misil. Y por eso la vida, contra toda lógica, volvió, intensa y sólida y definitiva. Y con ella los sabores, los colores, las texturas de cuando el mundo molaba porque uno se sabía millonario por el solo hecho de tener en propiedad una guitarra y toda la alegría insensata de los treinta años. Y después de varias noches sin dormir y sin apenas comer, y de beber de todo menos agua, una cama en la que desplomars­e igual que un edificio desmantela­do. Regresó la vida, sí, con su munición de euforia desatada porque vas a dar un concierto en un local pequeño pero infinito, grabar unas canciones que te encrespan la piel, compartir con otros aquello que te ha iluminado a solas, fieramente, durante meses de desvelo y esperanza. Y peor para el que desconozca que T-Bone Walker es una deidad capaz de hervirte la sangre. Y La Nave, en la cabeza con múltiples galerías de Lichis, es como ese bumerán que siempre vuelve. Igual que los olores hondísimos de la infancia. Esos años en los que parecía imposible que un bajo te pudiera llevar tan alto. Pero ahí estaban comomodelo­s a seguir Phil Lynott, Gene Simmons, PLemmy Klimster, Sting. Y antes que tú, Lichis, Manolo Tena y David Summers, tan disímiles, cruzaron triunfante­s esas aguas.

Y el Santo Grial solo puede estar en el maridaje, del rock a la copla y del pop al blues. Y hay que seguir escribiend­o canciones, padeciendo ese calvario que es alumbrar a partir de cero, aunque Serrat ya haya contado y cantado todo lo que llevamos dentro.

«Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos». Ese verso, una encíclica laica, es de Gimferrer, altísimo poeta, y Lichis sabe toda la verdad que esa sola línea contiene. Porque nadó en todos los mares, que son el mismo mar, y porque aún descifra los signos del amor, como todos y cada uno de nosotros. Pues hay ciencias que no terminan nunca de aprenderse, de paladearse, de sufrirse. Bienvenido­s al espectácul­o de la vida después de la caída del asteroide.

«A Lichis se le indigestó la fama como carne podrida»

«Se sabía millonario por tener en propiedad una guitarra»

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